Si ya sé, suena retórico, si me apuras hasta un tanto rococó. Lo podría compartir contigo, pero no, no y mil veces no. Te voy a demostrar que es verdad, que la felicidad está en tus manos.
—Pero, ¿qué milonga me estás contando?.
—Ninguna.
Siéntate y coloca este texto al alcance de tu vista sin que tengas que sujetarlo. Es imposible que veas cómo la felicidad está en tus manos si lo que tienes en ellas es un artilugio que llamamos móvil pero que nos inmoviliza. Curioso, ¿verdad?.
Ahora, con las manos libres, asegúrate de que estás solo. Esta experiencia obliga a ello. Si no, no sale. Oye, oye, cuando digo que estés solo es que -además- apagues la tele. ¿Ya?. Pues, venga, vamos.
Pon las palmas de tus manos hacia abajo. Ahora centra tu mirada en ellas y, lentamente, muy lentamente, las vas girando hasta que se queden en posición horizontal, como si tuvieras sobre ellas un espejo. Fíjate, obsérvalas con detenimiento. Cada surco, cada marca, cada dedo cuenta.
Estás viendo cuánto has acariciado con ellas. Cuántas otras manos has llevado entre las tuyas. Cuánto te han ayudado a aprender deslizando páginas de libros. Con qué mimo has escrito mensajes de amor, cómo las has puesto al servicio de causas nobles, de consuelo, de aplauso, de ayuda. Cuánto las has agitado en señal de saludo amistoso y cómplice. Manos tendidas, manos que brindan, manos que abrazan, manos con las que te has levantado tras caer, manos con las que has secado lagrimas propias y ajenas. Manos que han abierto ventanas, que han contado números y han contado cuentos.
¿Has visto?. No busques más: la felicidad está en tus manos.