Viernes, 20 de marzo de 2020
Rebotaban las gotas en aquel suelo empedrado. Como una sinfonía de la naturaleza, llovía con fuerza y el viento azotaba con fuerza los pocos árboles que había en el alrededor. Un pequeño río se había formado y serpenteaba cuesta abajo por el lateral de aquella calle. La mayor parte del agua se iba por el husillo que había justo cuando la calzada se volvía a nivelar. Aparte del sonido de la lluvia, nada. La nada absoluta. El reloj marcaba las 22 horas y ni un alma, ni un coche circulaba no solo por aquella calle, sino por aquel vecindario. En un balcón, un niño observaba sentado en su balcón la lluvia. Aquel niño sacó la mano para jugar con el agua de la lluvia y tras ello recogió la mano y sonrió. Repitió el gesto y esta vez comenzó a reír a carcajadas. Su madre que pasaba por el salón, enfadada corrió a reprenderle. Con tristeza, aquel niño volvió al interior.
–Estoy aburrido mamá. Solo quería…
–¿Sólo querías? Sí, sólo querías ponerte malito. Acabas de ducharte y es tarde.
Su hijo agachó la cabeza y comenzó a caminar rumbo a su cuarto. La madre cerró la puerta del balcón y se dirigió de nuevo al sofá. Allí su marido miraba la tele. Como todos los días las noticias solo contaban malas noticias.
–Es recomendable prestar atención a las medidas de seguridad prescritas por el gobierno –dijo aquella reportera–. Estamos en estado de alarma, no salgan de sus casas, sólo si es imperativo y por primera necesidad. Éstas medidas no son un juego, son para tenerlas en consideración. No viajen a sus segundas viviendas para el fin de semana, no salgan a la calle con la excusa de comprar. Nos enfrentamos a la peor epidemia, que nuestro planeta se ha enfrentado en este nuevo siglo. Un virus que muta con rapidez y que se propaga de muchas formas distintas. Eviten el contacto. No es una broma, la cifra de infectados y muertes no para de subir en todos los países del mundo.
–Mañana deberías de salir a aplaudir –sugirió María a su marido. Su marido la miró sin contestar.
–Lo digo en serio –insistió–. La policía y los sanitarios se están sacrificando por todos nosotros.
–Deberías de dejar de trabajar –replicó su marido.
–Sabes que aunque quisiera no podría, cariño.
–Pero…
–Pero nada, por primera vez mi trabajo es importante para el mundo, por primera vez me siento útil. Antes limpiaba cuatro calles, ahora ayudo a prevenir que el maldito virus este no se propague.
–¿A costa de qué? ¿Tu vida?
–No empieces Javier. Todo el mundo está poniendo de su parte. Mira los hospitales, mira la policía y el ejército. Vamos todos a una.
–¿La vida de tu hijo?
–Para algo estás tú, ¿No?
–Sabes que no es lo mismo.
–Javier, no insistas. Tu hijo debe de comprender de que todo lo que hace su madre es por él, por su futuro, porque pueda tener un futuro en el que vivir.
–María no sabía que su hijo escuchaba escondido en la esquina de la puerta. Salió corriendo y dio un portazo.
–¡Alejandro!
–Nada, no te preocupes, voy yo. –Javier se levantó y fue a la habitación de su hijo.
Entonces otro periodista comenzó a hablar por la televisión.
–El agua de los canales de Venecia se están limpiando y la polución en las ciudades está bajando. Parece cómo si el planeta se estuviera auto–regulando: disminuyendo la sobrepoblación, ayudando a los océanos a recuperarse, a la capa de ozono a respirar de nuevo, a encontrar su balance de nuevo. Cuán curiosa y misteriosa es la vida. –Se quedó petrificado y sonriente.
–Gracias por su tiempo –respondió la moderadora.
María estaba cansada, apagó la televisión y se dirigió al cuarto de su hijo. Javier le contaba un cuento, ya estaba calmado.
–Me voy a descansar. Mañana temprano me tengo que levantar.
–Claro cariño, descansa.
Se acercó y les dio un beso a su marido y a su hijo. Entonces se dirigió a su cuarto, destapó la cama y se tumbó mirando al techo. Respiró y pensó en las palabras de aquel periodista. Encontrar el balance. Se encogió de hombros, respiró profundamente y se giró hacia el lado. En menos de un minuto estaba soñando.
Acababa de salir el sol por el horizonte y María estaba completamente sola en aquella calle, bien protegida con plásticos, con sus guantes y su mascarilla. La lluvia había dejado las calles lo suficiente limpias y empapadas. Aún así, iba limpiando todo lo que veía, ya sea con la decena de trapos que llevaba o recolectando la poca basura que había por las calles. Todo iba a un cubo con ruedas que iba portando. Iba a cruzar la calle cuando estuvo a punto de chocarse con un hombre, que no llevaba ni guantes, ni mascarilla. Estaba fumando un cigarro.
–Pero hombre, ¿Qué hace por la calle? Que estamos en cuarentena.
–Estoy sacando a mi perro, ¿No lo ves? –Se jactó y siguió su camino.
María nunca había sido muy valiente, pero aún así, agarró el teléfono móvil y comenzó a grabarle.
–Le he dicho que se vuelva a casa. No me obligue a llamar a la policía –insistió intentando mantener la templanza.
Aquel hombre se giró y tiró el cigarro al suelo.
–Recógelo –exclamó pisando el cigarro.
María siguió grabando.
–¿Estás grabándome? –preguntó irritado.
María dejó de grabar y comenzó a marcar el número de la policía. Aquel hombre salió desprendido hacia ella y cuando estaba a unos centímetros de ella, sacó una navaja.
–No pensaba hacerte esto a ti porque estás haciendo un servicio a la comunidad, pero te lo has buscado.
–¡Dame lo que tengas!
María se llevó el teléfono al oído.
–Policía, ¿En qué puedo ayudarle?
–¡Ayuda!
Al salir aquella palabra de la boca de María, aquel atracador clavó la navaja en su vientre y tras ello salió corriendo. María posó ambas manos sobre su barriga, intentando frenar la hemorragia, sus manos hacía lo que podían. Entonces cayó en sus rodillas. Tras ello, el teléfono terminó en el suelo y María terminó tumbada de lado.
Solo unos instantes después una pareja de policías inmovilizaron en el suelo a aquel hombre. En menos de cinco minutos, la ambulancia rugía y recorría las calles a toda velocidad con María en su interior. A la tarde noche, María pudo disfrutar de una videoconferencia con sus seres queridos, su marido Javier y su hijo Alejandro. Su herida le dolía, pero estaba feliz por haber quitado a un irresponsable de las calles.
FIN
…pero la realidad fue muy distinta:
–Policía, ¿En qué puedo ayudarle? ¿Señora… Señora…?
Tras unos minutos luchando por mantener los ojos abiertos, María se quedó sin fuerzas y comenzó a soñar con algo que nunca ocurrió. Aquel fue el último granito de arena que María aportó a la sociedad. Todo llegó tarde.