En ocasiones me valía con observar los paisajes para saber sobre qué escribir. El ocaso, el amanecer en la playa, las luces en la oscuridad vistas desde un mirador, la brisa otoñal o el suelo cubierto de hojas, el olor y la sensación de la primavera mientras tomas un helado dando un paseo por ninguna parte o las estrellas en el cielo nocturno del verano, vistas desde tu cama, cuando no puedes dormir.
Pero ya no había nada de eso, miraba por la ventana y ahí estaba, el sol, los pájaros cantando, la sensación de calidez… pero aquellos barrotes no dejaban mirar más allá, no había más sensación, no había musa, imaginación o mirada más allá.
Los barrotes no dejaban verlo todo.
Probé otro día, quizá otro tiempo. Llovía mucho, la estampa estaba salpicada de gotitas y el petricol lo inundaba todo. Un vistazo, una inspiración, y ahí estaría, la historia, la descripción. Pero los barrotes seguían ahí, dejaban ver la lluvia y los charcos, pero no las hojas empapadas en los árboles que se inclinaban, no el caracol que se movía lentamente por el filo de la maceta cuando la lluvia cesaba un momento o al gato que se sacudía salpicando todo y andando con cuidado de no mojarse sus delicadas patas. Ni siquiera vi el arcoiris en el horizonte, los barrotes estaban en medio, tiñendo de gris los colores.