Era una mañana preciosa. Cálida y soleada invitaba a pasear por el parque.
Ese parque era lo mejor del pueblo, un verdadero pulmón verde en medio de tanto cascajo viejo y tanto gris. La verdad es que si hubiese tenido otra opción no habría elegido un pequeño y olvidado pueblo para vivir, pero dada las circunstancias era ideal. Alejado, tranquilo y muy barato. Justo lo que necesitaba.
La inesperada muerte de Juan, mi marido, me había dejado prácticamente en la calle. Él era el pilar fundamental de nuestra economía, ya que por mi precaria salud me habían aconsejado trabajar menos y reposar más, lo que pude concretar gracias a sus buenos ingresos. Dejé mi trabajo como maestra de doble turno en la escuela y me dediqué solamente a impartir clases de apoyo en forma online, una modalidad que, después del período Covid 19 (que todos creíamos ya sepultado), se incorporó como una válida opción en el mundo de la docencia.
El problema empezó cuando después del fallecimiento de Juan y en medio de un dolor para el que no estaba preparada, descubrí que la vida que habíamos llevado hasta ese momento era como un castillo de arena a punto de ser derribado de un puntapié fiscal. Juan estaba lleno de deudas e irregularidades que yo desconocía. Tenía una colección de notificaciones de la Agencia Tributaria. Así fue como me quedé con una mínima y mísera pensión por su fallecimiento y los escasos ingresos de mis clases online.
No tuve tiempo para un largo duelo ni para ahogarme en llanto, ni lerda ni perezosa me puse manos a la obra. Tenía que cambiar de aire y dar un giro de ciento ochenta grados aunque no sabía bien cómo.
Dejé el costoso piso que alquilábamos (ahora inalcanzable para mí) y me fui al primer hotelucho que encontré. Menos de una semana después vi un aviso pegado en un escaparate, parecía destinado a mí, un piso muy bonito y muy barato en un pueblito a dos horas de distancia de donde vivía. Me dije -¿por qué no? –
Llamé y fue así como terminé en ese pueblo.
Aquella mañana de abril estaba terminando mi paseo por el parque cuando me llamó la atención el sonido inconfundible de una ambulancia. Hacía poco que vivía allí, no sabía ni siquiera en dónde estaba el hospital. Me iba familiarizando de a poco con el ambiente y todavía no conocía a mis vecinos, aunque me daba la impresión que el edificio estaba casi deshabitado.
Era un edificio bajo, de cinco pisos, dos apartamentos por piso y con vistas a un jardín interno. Yo vivía en el primer piso y nunca oía ruidos, ni siquiera las llaves de la puerta del apartamento de al lado. Rara vez me crucé con alguien. Una vez el señor del quinto que me dijo un pobre y desganado «buen día», y sé que era el del quinto porque el elevador no funcionaba y se quejaba de tener que subir “cinco pisos por la escalera”.
Otra vez vi a una mujer joven con dos niños pequeños y deduje que eran los del cuarto, ya que una día cayó un juguete de plástico que aterrizó como un misil en mi cabeza justo cuando estaba regando las plantas. Casi me caigo por asomarme girando con la espalda contra la barandilla de mi balcón. Miré hacia arriba y alcancé a ver dos cabecitas asomándose desde el balcón del cuarto piso, que desaparecieron en un suspiro cuando me vieron.
Antes de llegar oí otra vez una ambulancia pero no me preocupé, pensé que tal vez era la misma de antes que no encontraba la dirección.
El día transcurrió tranquilo, tuve solo dos alumnos. Hacia las cuatro de la tarde ya había terminado y me puse a leer en el sofá. Me pareció haber oído un par de ambulancias más pero no estaba segura. El tiempo había cambiado de golpe, había empezado a llover y hacía viento. Todo eso, sumado a que yo tengo siempre los auriculares durante las clases, volvía incierto lo que había o no había escuchado.
Un par de horas después terminé el libro, me preparé un bocadillo y encendí la televisión. El volumen estaba altísimo. Lo bajé, claro, e inmediatamente después comencé a oír golpes que procedían del apartamento de abajo, como si alguien estuviera golpeando el techo con un palo, sonido que obviamente repercutía en mi pavimento. Lo primero que pensé fue que entonces sí que vivía alguien más que los del quinto y el cuarto piso. Alguien en la planta baja que aparentemente tenía un agudísimo oído y poquísima paciencia y a quien esos pocos segundos ensordecedores de mi televisión le habían dado bastante fastidio.
Bajé otro poco el volumen y le di otro mordisco al bocadillo.
El sonido de otra ambulancia, esta vez clarísimo, volvió a interrumpir mi tardía merienda y ahora sí sentía curiosidad y algo de preocupación: ¿Por qué tantas ambulancias?. Cuando estaba por levantarme del sofá oí nuevamente los golpes que venían de la planta baja, más intensos que la primera vez. Estaba empezando a fastidiarme ¡quería terminar mi bocadillo en paz!.
Con intervalos de 15 minutos y turnándose, comenzaron como una odiosa melodía desentonada, los golpes y las ambulancias. Tragué el último bocado casi sin respirar, nerviosa y enfadada. Asomé un poco la nariz por la ventana de la cocina para ver si distinguía algo que me hiciera entender el motivo de tantas ambulancias, pero fue inútil, solo veía el jardín. Me distrajeron de mi misión nuevos golpes más potentes.
-Ya está bien, seas quién seas. Ahora te daré motivo yo para golpear- me dije entre dientes. Puse el canal de las noticias que solía mirar a esa hora y aumenté el volumen casi al máximo.
-Veamos ahora qué haces. Si tanto te molesta ven que te espero- dije como si alguien pudiera escucharme.
Agazapada en el sofá como cazador al acecho de su presa, esperaba que mi vecino molesto se presentase. Mientras tanto en las noticias, algo capturó mi atención. Anunciaban que en breve transmitirían las palabras del Presidente. Comencé a escuchar. Explicaban que había aparecido una nueva variante Covid mucho más potente que cualquiera de las anteriores, los hospitales de la ciudad y alrededores habían colapsado en solo dos días y el foco principal era muy cerca de mi nuevo pueblito. No podía creer lo que escuchaba, presté atención con todos mis sentidos. Hablaban de un estricto e inmediato confinamiento y cierre de fronteras. No querían esperar ni un segundo para no cometer el mismo error del pasado. Había que evitar que el virus se propagase sin subestimarlo.
Ni siquiera había podido digerir la noticia cuando apareció en la pantalla el Presidente y dijo: “Ciudadanos: A partir de este momento decreto una cuarentena total y absoluta. El estado de confinamiento comienza en este mismo instante y su duración es indefinida. Grupos militares dejarán alimentos en vuestras puertas una vez por semana. Racionadlos inteligentemente. Vuestra colaboración será fundamental para evitar una terrible tragedia”.
En pocos minutos nuestro país era noticia en cada rincón del planeta y el pequeño discurso de nuestro presidente invadía las redes. Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo.
Casi al mismo tiempo tocaron a la puerta. Tardé un poco en reaccionar. Finalmente abrí. Era una anciana señora delgada y bajita, tenía el cabello blanco y despeinado y llevaba pantuflas, un largo camisón de noche de algodón grueso y un descolorido jersey abierto que parecía dos tallas más grandes.
-Hola, soy Ana, su vecina de la planta baja. Mi apartamento está justo debajo del suyo- me dijo con un perfecto español y un extraño acento que no logré reconocer.
-Hola Ana, soy Bea. Y ya sé por qué está aquí. Le ahorro su queja. Tiene razón, la televisión estaba con el volumen altísimo y le pido disculpas.
-Señorita Bea …
-Señora… – dije sin dejarla terminar la frase- Soy viuda y mayorcita.
-Discúlpeme, se ve usted muy joven. De todos modos, no sé de qué televisión me habla, no he venido aquí por eso.
-¿No ha venido a quejarse por el volumen de mi televisión?
-No Bea, no. ¿Usted no siente el frío? ¡Dios mío se congela en mi apartamento! ¿Y no escucha los ruidos? como pasos y voces de muchas personas.
-Mire Ana, la verdad es que yo solamente la oigo a usted golpeando con no sé qué cosa y…
-Con mi bastón- me interrumpió- golpeo con mi bastón para que esa gente se calle.
-Señora Ana mire, no quiero ser descortés, pero no tengo tiempo para perder. ¿No ha escuchado hoy las noticias? Acaban de anunciar un nuevo confinamiento por una nueva variante Covid. No podemos ir ni siquiera al supermercado.
-Entonces tienes todo el tiempo del mundo mi querida. Pero bueno, ya veo que no es tiempo lo que le falta, sino ganas de escuchar a una vieja.
Y diciendo estas últimas palabras, se marchó con paso tembloroso y lento.
Me quedé pensando en la última frase de Ana y en la forma tan tranquila en la que ignoró mi comentario sobre el confinamiento. En definitiva ella tenía razón, no tenía sentido preocuparse tanto, lo mejor que podíamos hacer era quedarnos encerrados y esperar. Ya habíamos pasado por una experiencia igual y aunque advertían que esta variante era más grave, las medidas se habían tomado a tiempo y además, yo confiaba ciegamente en la ciencia.
Respiré hondo, me tranquilicé y empecé a preparar la cena.
Esa noche dormí poco. A las ocho me desperté escuchando unos gritos:
-¡Basta!¡Basta de hablar!¡Basta de este frío que me congela!¡Basta!.
¿Ana? Pensé. Me vestí rápidamente y bajé por las escaleras. Al llegar a la planta baja no se escuchaba nada. No sabía cuál era el apartamento de Ana así que toqué a las dos puertas, pero nadie respondió. Subí un poco preocupada e intrigada.
Entré pensativa y preparé la cafetera. Mientras se hacía el café tocaron a la puerta.
-¡Ana! ¿Está bien? Me tenía preocupada, ¿era usted que gritaba antes?
-Si Bea, discúlpeme. Es que estoy sola y hace tanto frío y oigo a toda esa gente caminar.
-Pase Ana, pase -le dije con voz amable, entendiendo que no estaba muy bien de la cabeza. Tal vez estaba iniciando una demencia senil pobre mujer-
-Gracias querida, no quiero molestarte. Permíteme darte del tú.
-Me puede tutear y no es molestia que venga. Estoy preparando café, acompáñeme por favor.
Aquella mañana Ana se quedó un largo rato charlando conmigo. Me di cuenta de que no le gustaba hablar de su vida personal. A veces era cuerdísima y otras se quedaba mirando al vacío sin responder. Le conté todo sobre la inesperada muerte de Juan y la situación económica que estaba atravesando. Ella no habló mucho de sí misma y yo respeté sus silencios. Me caía bien Ana, tal vez porque ambas teníamos algo en común: La soledad.
Iniciamos una especie de amistad. Ella seguía gritando por las mañanas, siempre las mismas frases pero yo ya no me preocupaba. Sabía que después de diez minutos subía y nos tomábamos un café. Bueno, en realidad yo sola lo tomaba, Ana dejaba la taza intacta.
Pasó un mes y el confinamiento transcurría más tranquilamente de lo que me hubiera imaginado. Los camiones militares nos dejaban víveres una vez por semana tal cual lo habían anunciado y la conmoción mundial inicial había pasado.
El foco principal estaba controlado y anunciaban en breve una nueva vacuna, aunque por prudencia nos pedían todavía no salir de casa.
Ana seguía viniendo cada mañana y la rutina era siempre la misma, menos ese día, esa mañana que nunca olvidaré.
Ana subió como siempre aunque no hubo gritos previos. Estaba rara. Me hablaba de su difunto marido y de cómo los hombres siempre guardan secretos. Yo la escuchaba a medias, acostumbrada ya a sus incoherencias. Hasta que dijo algo que me inquietó:
-Los hombres siempre tienen secretos. Dice Juan que hagas aquello que nunca haces y encontrarás la respuesta. Los hombres siempre tienen secretos…
La interrumpí porque parecía en trance:
-Ana ¿A qué se refiere?. Ana, Ana ¿está bien?.
-Bea, querida – dijo con una voz calma- Me están llamando, me tengo que ir.
Esbozó una leve sonrisa y se fue.
Yo estaba agitada y nerviosa. ¿Era otro de sus delirios o Juan le había hablado? Ya nada me sorprendía, al fin y al cabo ¡estábamos viviendo como algo normal que unos militares dejaran víveres en nuestra puerta! ¿Qué tan extraño podía ser que Juan le hablase a la anciana loca de la planta baja?
Me resonaba la frase: «Dice Juan que hagas aquello que nunca haces y encontrarás la respuesta». Juan siempre se quejaba de mi mal uso de la tecnología y se lamentaba de que nunca organizaba mis correos ni revisaba el correo basura (una vez me perdí una importante entrevista de trabajo por no hacerlo).
Pero no, no podía ser eso. ¿Qué tonterías estaba pensando? Bueno, no me costaba nada controlar. Había cientos de correos de una misma persona que yo no conocía. Parecían programados para enviarse desde alguna central una vez por mes. Abrí uno cualquiera:
“Bea, soy Juan. Por si algún día me pasa algo, te dejo aquí los datos y claves de una cuenta bancaria que te hará vivir como reina. Disfrútala”.
El corazón me latía muy fuerte, sentí que me faltaba la respiración. Bajé las escaleras corriendo. Necesitaba hablar con Ana. Llegué a la planta baja y me di cuenta de que seguía sin saber cuál era su apartamento. Yo nunca había ido a verla, era ella la que venía siempre.
En ese momento apareció el vecino del quinto que iba a tirar la basura.
-Disculpe, ¿sabe usted cuál es el apartamento de Ana?- Le pregunté todavía agitada.
-¿Ana? ¿La inglesa? ¿Usted se refiere a la inglesa?
-Supongo que sí, la verdad es que no sé si es inglesa, pero tiene un acento muy raro.
-Tenía querrá decir. Su apartamento era el de la derecha. Pero murió hace como seis meses. Parecía una buena mujer, aunque algo extraña. Decía que las almas que tienen misiones pendientes se quedan vagando hasta poder cumplirlas. Aseguraba que cuando ella muriera, los espíritus de sus familiares vendrían a buscarla para llevarla a un lugar muy bonito pero muy frío y que ella no se iría sino hasta después de haber cumplido su misión. En fin, delirios de una pobre vieja loca. Me quedaría charlando con usted pero esta basura huele horrible.
-Sí sí – Dije casi petrificada- Vaya usted.
-Si Dios quiere ya pronto termina este maldito confinamiento. Que ya nos está afectando a la salud, ¡mire usted qué pálida está!- Dijo el del quinto mientras se alejaba dejando un camino de gotas que chorreaba desde la bolsa.