Es una pregunta que me he formulado a mí mismo mismamente desde 2015. Porque ya se sabe: es difícil enseñar nuevos trucos a perro viejo, y yo solo había escrito tochos como “La contabilidad interna como vector de previsión de ventas en los centros remotos de soporte de la industria del software” (ponedlo en inglés, y ese ladrillo lo escribí yo solito).
Veréis. Yo me incorporé a la función pública en 2011, procedente de veinte años como analista en una multinacional – norteamericana, como cabe suponer – , seguidos de un largo desempleo de dos años , y del intento fallido de crear una empresa. Aunque, siendo puristas, lo que es crear una compañía, la creé con unos amigos, lo que no conseguimos es que no perdiese dinero a espuertas. Pero como muy bien dijo Billy Wilder, esa es otra historia.
El caso es que me incorporé a la función pública, en concreto al SEPE de la muy manchega ciudad de Tomelloso. Para entendernos, a un organismo que ya conocía bien, aunque esta vez del otro lado de la mesa. Para entonces ya le habían bajado el sueldo un 5% al funcionariado, luego congelado lo que quedaba, y estaban a punto de quedarse con la paga extra de diciembre de 2012, que el Estado iría pagando en a lo largo de los años siguientes en cómodos plazos (obviamente lo de cómodos se refiere al gobierno de turno, porque para mí la cosa no fue cómoda en absoluto).
Todavía les faltaba algo para estigmatizar a los empleados públicos por tener la extravagancia de cobrar un sueldo todo los meses en tiempos de crisis, y era alargar la jornada de trabajo en media hora diaria. Y la alargaron, pero siendo una medida totalmente efectista, a nadie se le ocurrió incrementar correspondientemente el horario de atención al público para que sirviese de algo, de modo que me encontré con (otra) media hora sin nada que hacer. Sumadle a este tiempo el escaso entusiasmo laboral propio de alguien que se encuentra con este baño de estulticia administrativa, e imaginaréis las ganas que me quedaron de leer el BOE durante una hora diaria, en promedio.
Así pues, ¿qué podía hacer que me entretuviese, no implicase abandonar la oficina, y fuese gratis? Exacto, abrir un fichero de MS-Word y escribir a ratos perdidos, más la media hora de despropósito gubernamental. Ahí nació El viaje de Ifigenia, y por tal contexto los capítulos son breves, y cerrados en sí mismos. Al fin y al cabo, inicialmente no traté de escribir una novela, sino de llenar tiempo no retribuido. Porque os lo recuerdo: el incremento horario vino precedido por una congelación salarial, precedida a su vez por una reducción de salario.
En fin, que poco a poco – podríamos decir que hora a hora – Ifigenia fue corporeizándose en mi mente, hasta tomar finalmente el control de mis manos sobre el teclado, convirtiéndome en un simple escribidor de su relato.
Pero esa es otra historia.