Son las nueve de la mañana. Mejor un dos y un cero, esas velas modernas que ahorran quemarse encendiendo, cera sobre el bizcocho y aire en los pulmones. Eugenia con el dedo clavado en el timbre de la puerta.
No lleva bata oscura ni zapatillas, es una vieja señorita coqueta. Tanto como para usar kimono ─nadie dijo que comprado en Tokio, pero sí de seda─ cabello ondulado de peluquería, rubio platino; uñas discretamente nacaradas, y espejeantes zapatos de tacón bajo. Quiere que crucemos el rellano y entremos en su casa.
Sobre la mesa de comedor hay tres bandejas de alpaca bien pulidas. En la central se yergue una tarta de nata y fresas, apretadas las volutas blancas hechas a mano con manga pastelera. Huele a café. Las tazas son modernas, desenfadadas, como si miraran de reojo a la seria cafetera panzuda. De esas que cuando bebes llevan impreso en el fondo “te he envenenado”.
La tercera bandeja mezcla fruta y bombones. Más allá, en una silla, nuestro libro parece el convidado de piedra. De papel. Lo ha sentado sobre cojines, le ha puesto un lazo, una bufanda, unos brazos tejidos con lana y unas gafas de sol. Nos reímos, mucho. Pinchamos las velas que suman veinte sobre la gelatina de fresas. Eugenia sólo cumple años cada cuatro, y este no es bisiesto. Ochenta y dos, sería la cuenta. Para ella, veinte y algunos minutillos para no preocuparse. Con esa aritmética, el libro que le regalamos y que tanto le ha gustado tiene seis meses. Se me olvidó ponerle pañales, nos dice.
Feliz día no bisiesto.