Por la ventana del Derby 2

Por la ventana del Derby 2

Juanito

Aparcar el 124 siempre en Plaza de Galicia le era más cómodo que ir por todo Senra. La plaza de abastos tampoco era garantía de hallar sitio. Además, a veces iba con Ramón, que lo acompañaba dando un paseo por Praza do Toural, Rúa do Villar hasta el Obradoiro. Así se ventilaban, decía. En el Hostal de los Reyes Católicos, la sala era grande pero desangelada. De todos modos, el calor empezaba pronto, porque debatir sobre el Estatuto de Autonomía daba calor.

El más respetado, el profesor Puy. Era de Granada, y su manual de Filosofía del Derecho era un clásico pesado y recurrente para todos los alumnos de quinto. Filosofía de gran tonelaje sobre raíles, como su cuñado Manuel Fraga Iribarne. Los más osados, Anxo Guerreiro y Camilo Nogueira: ellos traían la carga ideológica. Con ella producían descargas eléctricas de shock para que el paciente no languideciera. Y así hasta dieciséis, entre catedráticos del asunto económico, de las ciencias experimentales. De las ciencias sociales. Juanito era uno de los ocho representantes de la UCD. Tenía el sentido común y ningún título universitario. Lo dicho. Unión, centro y democrático: puro sentido común. Como una vara a un plantín joven y pequeño, o dicho desde la física, el justo y exacto punto central: el momentum.

Juanito acababa de volver de Argentina, apenas cinco años atrás, adonde había ido por conocer a su madre. No se fue por trabajo. Él había ganado una oposición a secretario de juzgado en Maceda tras cuatro años en la Marina. Se había ido porque no había visto a su madre desde que tenía siete años, porque ella se había ido a Buenos Aires por seguir a su marido. Tal vez por preguntarle a su madre por qué, o tal vez porque era lo que la familia llevaba haciendo varios años. Por aventura de cruzar el charco, a ver qué pasa. Romper el momentum.

Y, allá, había conocido a una mujer que acabó por retenerlo durante veinticinco años. La familia política le iba a deparar un destino de ese cariz. Porque resulta que los suegros frecuentaban al que luego fue presidente de la República, el doctor Arturo Illia. Una persona moderada en lo político, en lo social, en lo profesional, al que los militares decidieron dar un golpe de estado por radical. Petróleo y medicamentos habían despertado el interés del presidente para reconducir al país. Lo había visto tan claro que no dudó. Y el petróleo y las farmacéuticas tampoco dudaron.

Las campañas políticas en Argentina obligaban a estrategias, a elaborar discursos y empanadillas criollas, a adaptarse a cada salón o a cada parrilla de churrasco, a cada hectárea de cultivo. A cada metro cuadrado de país en construcción, esquivando andamios y retirándolos donde se pudiera, para ponerlos más allá o más acá, según mandara el capataz.

Así que eso es lo que Juanito aportaba. Nada de cargas ideológicas, ni las de salón, ni las posturales. Nada de estrategias de laboratorio, ni perfiles académicos. Traía en la retina kilómetros de carreteras sin asfaltar, cuyas piedras aún resonaban en sus oídos y en la espalda. Horas de polvo y de riego por turnos, a unas horas infames en las que esperar el agua, literalmente. Esperarla hasta que se la oía llegar por las acequias de noche, anunciándose con un siseo casi reptil. Agua, esa, para cosechas cuyo beneficio se llevaba un señor que tenía el teléfono en el mercado, cuando no se le había adelantado una granizada con piedras como manzanas. Casi la ruleta rusa, sin borrachera, sin arma y sin tatuaje en el brazo.

Así que eso era lo que aportaba Juanito. Sentido común y la perspectiva del que mira de lejos, para traer otra vez la cosas a su caudal natural. Por eso, Camilo Nogueira era, curiosa y precisamente, quien más le recordaba años después. Quizá, ese aporte pedestre, de poco octanaje intelectual, era un foco de acomodador en la oscuridad y decía mucho de quien lo había nombrado para la comisión.

Cuando terminaron de redactar el Estatuto se fueron al alto de Vedra y allá arriba, en lo alto del Castro, prepararon una hoguera, cantaron el himno abrazados mientras los vapores de una queimada les daban la buena nueva de que así, de vez en cuando, juntos las cosas salen mejor. Al menos mejor de lo que salen cuando no tenemos las miradas de otros.

Le habían prometido a Juanito un puesto en las listas al próximo Parlamento de Galicia, salido de la legalidad de ese Estatuto elaborado con su mirada de emigrado, de retornado, de perito en vida de la realpolitik, de sentido común a raudales, de centro en su momentum. A falta de unos días para cerrar las listas, el sentido común perdió el sentido, como cuando el detective de nuestra serie recibe un golpe en la nuca al entrar en un callejón oscuro, sin saber quién ni cómo. Fade to black, que decían en las películas en blanco y negro. Como decía Bogart en el Sueño Eterno, se ve que, en la nueva política que se nos venía encima, madrugar era lo importante: al llegar quedaba poco sitio para gente honesta y con sentido común.

Nunca se quejó. Nunca. Era un buen soldado. Siguió en el partido, hizo cosas para el partido como un buen soldado. Alguna vez, sentado junto a esta ventana del Derby, me dijo que cuando le llegara el instante de morir, quería que le viniera a su magín el abrazo de los dieciséis, el himno y la queimada, para celebrar que nunca más tendría que irse de su país, ni para buscar a su madre.

Esta historia se escribió en Wikipedia, para rellenar el espacio dedicado a Juan Manuel Álvarez Ramos, cuando el Parlamento de Galicia rindió un homenaje a “los Dieciséis”, póstumo para Juanito. Pero se ve que no estaba bien anclada, porque aún siendo verdad simple y llana, alguien juzgó que la mayoría de las cosas no se podían demostrar y así no encajaban en el perfil adecuado y despareció casi al instante.

Y ahora, como el Derby, es ya polvo en el aire.

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