Toda oscuridad y tormenta lleva implícito el momento en que la paz se hace una, el cielo aparece despejado, el aire huele a limpio…De acuerdo, es el ojo de la tormenta, un pequeño descanso en el camino que no siempre sabemos aprovechar para recobrar fuerzas antes de atravesar el espacio oscuro que queda.
Para mí, fue encontrarme entre el taller de restauración y mis viejos libros de estudio. La primera vez que me dieron una talla de madera para reconstruir y me vi desempolvando aceites y viejas herramientas, barnices, decapantes, tapaporos…Al principio, el movimiento era casi sin ganas, porque «había que hacer algo», porque me lo habían pedido como un favor y, de repente, tras el recuerdo muscular de mi cuerpo moviéndose con cuidado, el corazón empezó a latir suave, sintiendo esa energía viva que hay en las piezas antiguas. La memoria de aquel objeto conectó con mi memoria y el placer por hundir mis dedos en cada recoveco con mimo, acariciar sus astillas después de haber lijado las asperezas y crear en la mente la gama de color que correspondía a cada parte fueron un soplo de aire renovado…el corazón dormido empezó a latir. Donde pensé que estaba roto y muerto, resulta que sólo estaba apagado, anulado para dejar de sentir. Pero esto que se le presentaba, le gustaba. No sé en qué momento, al movimiento y a los latidos, llegó la sonrisa como compañera legítima y enlacé emociones. Estaba conectando conmigo, volvía a la vida.
Para cuando la tormenta volvió, la actitud era otra, todo era diferente: mi percepción, mi pensamiento y mi sentir. El dolor estaba en segundo plano; la vida, en primero.
Empecé a pensar que, quizás, por eso es importante saber aprovechar el ojo del huracán, al mismo tiempo que veía que el movimiento necesario casi debe ser inconsciente para que fluya. Dejar de razonar, pensar, buscar la mejor respuesta y quedarse en el sentir. No forzar ni controlar, simplemente, dejar que las cosas sucedan, convertirse en observador de lo que sucede.