EL PSIQUIÁTRICO DE DALSEN

EL PSIQUIÁTRICO DE DALSEN

Capítulo 1: Efferson

Henry tomó una respiración profunda cuando su mano se envolvió en el picaporte de la puerta, cerró los ojos y vació sus pulmones. Después los abrió de nuevo y se dio cuenta de que los nudillos de su mano se encontraba agarrada con tal fuerza al pomo que incluso se llegaba a clavar las uñas en la misma palma. De manera inconsciente, mientras asimilaba los próximos minutos, se había dado cuenta de que estaba tirando de la puerta en lugar de empujarla para proceder a abrirla. No era necesario admitir en voz alta que no quería entrar, pero tampoco tenía opciones.

Había alguna que otra ocasión en la que su estado de ánimo se encontraba mucho peor que el de aquel día, y por su inquieta cabeza había pensado la simple idea de simplemente fingir que había cumplido con sus labores y mentir descaradamente a sus superiores, aunque eso supusiese que alguien muriese de hambre, por falta de medicación o por la propia demencia.

No era una opción viable, desde luego.

Llevaba trabajando en el psiquiátrico de Dalsen 42 días. Seguidos. No existían días de descanso ante semejante jornada de apenas 5 horas en las que solo se dedicaba a ir puerta por puerta llevando medicamentos, platos de comida que camuflaban más drogas sedantes o simplemente echar un vistazo ante cualquier sospecha del interno en cuestión.

Henry había leído en alguna ocasión una especie de ley de hábitos en la que aseguraba que repetir una acción durante 36 días seguidos lo convertiría en una costumbre de la que sería difícil desprenderte. Sin embargo, se aseguraba a sí mismo que esa práctica estaba lejos de ser veraz: jamás se podría acostumbrar a las barbaridades que veía en Dalsen. ¿Cómo era posible reunir tanto chiflado en un mismo hospital? ¿Con aquella tasa de peligrosidad? ¿En una misma ciudad? Por más que lo pensaba, la saliva se le acumulaba en la garganta siendo incapaz de tragarla con firmeza.

“Basta” se regañó a sí mismo: “El último y nos vamos”

Henry abrió la puerta sin darse cuenta de que lo había hecho. Y la mirada furtiva de Efferson fue al instante. Estaba sentado en el suelo, justo bajo la ventana tapada con una especie de lona asegurada en la pared y que solo dejaba entrar una mínima claridad para hacerle saber que era de día. Sin reloj, sin luz, con tan solo una cama. Ni siquiera gozaba de urinario: tenía que avisar al enfermero que hubiese y ser vigilado en todo momento. El hospital psiquiátrico de Dalsen no era exactamente una prisión, pero tampoco estaba lejos de serlo. A Henry le incomodaba formar parte de algo tan inhumano, pero no era nadie para replicar.

“Entra, déjale la bandeja y vete”. “Entra, déjale la bandeja y vete”.

Henry dejó la bandeja sobre el borde de la cama. Efferson, que no dejaba de observarle, se dio cuenta como éste ni siquiera había mantenido sus ojos sobre los suyos ni por medio segundo. A Efferson se le dibujó una sonrisa al instante.

–¿Comida?

El joven enfermero asintió, todavía sin mirarle.

Efferson miró con aburrimiento el plato de sopa con fideos y el yogur destapado. Confiaba en la inocencia de Henry casi ciegamente, y aunque apenas cruzaran 2 palabras siempre que se veían, decidió actuar como la necesidad le obligaba.

Cuando Henry se dirigía a la puerta, se detuvo al escucharle hablar de nuevo.

–¿Y no podría comer por una vez con las manos?

Henry apretó sus labios en un gesto nervioso, se dio media vuelta y miró para contestarle.

–No tengo órdenes ni autoridad para eso.

–¿Hasta cuándo tendré que comer como un perro de su cuenco?

Henry echó un vistazo a su bandeja: el plato redondo de aquella sopa insípida y el yogur apunto de caducar destapado. Sin más. Ni cubiertos. Solo una servilleta de papel con la que se pretendía que Efferson restregara su boca para limpiarse. Un pinchazo en el pecho le surgió porque él mismo sabía que aquel trato tan vasto no era lo más acertado para una persona enferma. Sintió esa empatía de forma irremediable, aquella que el director del hospital le avisó de abstenerse a tener. Pero aquello, para él, era inaceptable. Henry echó una rápida mirada hacia la puerta y viendo que nadie pasaba por el corredor, se acercó, desabotonó la camisa de fuerza con cuidado y le ayudó a desprenderse de ella. Sin embargo, no había hecho más que sostenerla en sus manos temblorosas cuando Efferson se impulsó y estrelló su frente contra su nariz, haciendo que Henry cayera con violencia sobre el suelo mientras se sujetaba se tapaba la cara y sus manos se empapaban de su propia sangre. Solo logró escuchar como Efferson se reía mientras se levantaba con los brazos adormilados y empezó su venganza. Vertió la sopa caliente sobre el cuerpo aun recostado del enfermero, después tiró el plato al suelo con furia y comenzó a correr hasta la puerta donde uno de los guardias le estaba esperando para retenerle. Y así lo hizo.

Entró entonces Harold, el doctor que trataba al paciente, quien ayudó a Henry a reincorporarse mientras que éste aún se quejaba del dolor de su nariz y las quemaduras que la sopa había provocado en su piel. Lo sacó a rastras mientras el guardia maniataba al paciente y los gritos retumbaban entre las cuatro paredes de aquel zulo.

Efferson era peligroso. De no serlo, no le obligarían a comer de rodillas sin manos la sopa caliente repleta de sedantes disueltos. ¿Era justo? No. ¿Estaba justificado?

–¿Lo veías de verdad necesario?

–Lo siento. –Trataba de disculparse Henry.

Efferson estaba interno no solo por haber quemado vivos a sus dos hermanos y a sus padres. También por otros intentos de asesinato. Había mostrado comportamientos pirómanos desde que solo tenía 5 años y el resultado de no ser tratado como debió serlo en su momento resultó en la tragedia más gorda de la historia de Dalsen los últimos 25 años: quemar a su familia entera mientras dormían. Efferson mantenía su defensa en que tenía que hacerlo, que nunca había llegado a ver un cuerpo quemarse hasta calcinarse minuto a minuto. Así fue como lo hizo. Se sentó a unos metros de la cama de sus padres para verlos arder en llamas. Si el fuego estaba a punto de apagarse, volvía a encenderlo. Era un proceso que le llenaba de placer visual como aquel que se enganchaba a ver vídeos en redes sociales de cómo limpian con productos de limpieza un lavabo. Su propio ASMR incluso.

Era peligroso, macabro y posiblemente reincidente. Henry no sabía mucho de él, pero se prometió a sí mismo seguir investigando sobre él hasta entender que estímulo era el que se le pasaba por la cabeza para ansiar que el fuego abrasara todo lo que se le pasara por la cabeza.

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