Shatan llegó de noche, desde el cielo. Su aliento fétido y silbante lo precedía y yo, Nasim, hijo de Kamal, sin conocerlo, ya temblaba. Entonces tenía una familia, doce años y mil más que cumplir. Hoy tengo treinta, estoy solo y veo el tiempo que me quede como una condena. La visión de la carne desgajada, el hedor a muerte, el miedo y los gritos de mi familia comenzaron a instalarse en mi cerebro. Hoy, casi veinte años después, continúan ahí.
En los meses que siguieron, todas las noches, o al menos eso me parecía a mí, Shatan nos visitaba con su cortejo de destrucción. Sin verlo, lo conocíamos bien, porque lo oíamos llegar, cargado de amenaza. Tenía mis dientes rotos de apretarlos, secos los ojos de tanto llorar y muerta la esperanza en el futuro. Pero al menos estaba mi familia. Juntos nos protegíamos.
Temía no saber cuándo llegaría y temía al miedo mismo. Aguzábamos el oído para escondernos, como las ratas, aunque no teníamos dónde. Temía el momento después, con el recuento de ausentes, de miembros descabellados, de lamentos que brotaban del profundo de la tierra. Temía cuando mi madre descubría que mis tripas habían evacuado parte del miedo que las atenazaba, como cuando tenía tres años. Ella me miraba entonces con una sonrisa y me ayudaba, antes que los demás lo descubrieran.
Cuando el demonio me la arrebató, una noche de garabatos de colores, parte de mí se fue con ella. No quería olvidarla y me asustaba que ya nadie ocultara mi vergüenza. Más tarde el trueno se llevó al resto de mi familia y el miedo al futuro, como si fuera a tenerlo, sustituyó al miedo a la muerte y al dolor, que se habían hecho cotidianos para nosotros. Entonces me espantaba que no quedáramos ninguno para contar el horror. Una culpa difusa por seguir respirando en medio de tanta destrucción me oprimía el pecho hasta dejarlo al borde de la asfixia.
Ellos, desde la antigüedad, abrazaron la ley del Talion como justa, la del ojo por ojo y diente por diente. Pero ahora Shatan mata niños y mujeres, niega el agua y el pan, devuelve siete por siete veces el daño recibido, da la muerte a los muertos y deja sin vida a los vivos. Y eso es injusto. La venganza ciega, desmedida, atroz, no está en la ley sino en el corazón oscuro de los hombres que la sirven.
Cuando otro trueno derrumbó la casa de Halima, mi vida se derramó por los agujeros de silencio que quedaron. Solo se oían los quejidos apagados de los vivos, sepultados en los sótanos de la muerte, con ella. Y después, cuando ya sus bocas estaban secas por el polvo y la sed, el tañido monótono de las piedras contra lo metálico como grito de ayuda. Días más tarde, mis vecinos decían que había cesado este coro tenebroso, pero yo seguí escuchando mucho tiempo las voces de ella y las de los otros, que me llamaban. Y seguí arrancándome las uñas contra la tierra y la razón. Y seguí desgarrando mi garganta con gritos de respuesta y de venganza. Halima seguía allí, donde ya no cumpliría más allá de sus once años. Y no podríamos compartir nuestro futuro, hecho añicos. Y ahora, sí, estaba solo.
Cuando el demonio asomó por el horizonte, por fin pudimos ver su rostro joven y humano, que nos gritaba palabras de odio que no entendíamos. Ahuyentaba así su miedo, que era el mismo que el mío y el de todos. Podíamos luchar contra Shatan, que era de otro mundo, lejano y ajeno, pero no contra ellos, que estarían siempre ahí, dispuestos a volver.
Cuando Shatan dejó de venir, nos ocupamos en recomponer las casas y los cuerpos porque nuestras almas habían quedado en los sótanos de la muerte, con los nuestros. El miedo a la vida se superpuso al miedo a la muerte, como un espeso sudario que nos envolvería hasta el final.
Vinieron a ayudarnos aquellos que ayudaron antes al demonio y aquellos que nos habían dejado solos y aquellos que miraron a otra parte. Y traían hambre de negocio o falsa contrición o inútil condolencia. Pero no nos encontraron a todos, muchas niñas, muchas mujeres, las más necesarias para sobrevivir, ya no estaban. Un odio nuevo enlutó mi corazón, que creía ya colmado por el terror y la ira contra Shatan.
Mi vida, tras la tormenta, es una lenta moratoria, que ni he pedido ni merezco. Una parte de mí quedó en aquellos sótanos donde no se cumplen años, con Halima y con mi madre, que ya no me puede limpiar la vergüenza que me acude aún, al menor ruido. Me hundo cada día más en un pozo de culpa por no haber salvado a los míos, por seguir vivo y por no tener el valor de enfundarme un chaleco de la muerte y acabar con ellos, conmigo y con todo. El demonio ha hecho bien su trabajo. Ha matado los cuerpos de los ausentes y las almas de los que quedamos, con esta apariencia de vida.
Para mí ya solo existe un espacio de vacío, como una prórroga inútil a la que no tengo derecho. Casi añoro el tiempo del trueno y el grito para volver a sentir la urgencia de vivir.
Solo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente
Que la reseca muerte no me encuentre
Vacía y sola sin haber hecho lo suficiente
León Gieco