Blanca García Malanda. Nací hace cincuenta y ocho años en un pueblo muy pequeño, entre los montes de roble y haya del norte de Palencia. Algunas noches de invierno nevaba tanto que se borraban las calles y las aristas de las casas; por la mañana todo lo que podían ver tus ojos era blanco y mullido. Daba gusto pararse en la ventana y sentir que el tiempo se había ido. Pero entonces mi madre nos espabilaba, porque había que irse a la escuela. No podíamos llegar tarde porque ellos, precisamente, eran los maestros.
Mi padre daba clase a todos los niños del pueblo y mi madre a todas las niñas, y tenían que encender la estufa de leña para que las dos clases estuviesen calentitas antes de que llegaran todos, con los pies ateridos. Algunas veces, la noche nos dejaba casi un metro de nieve, así que mi padre salía delante, con una pala, y hacía un caminito desde nuestra casa hasta la puerta de la escuela, y nosotras nos poníamos las katiuskas y salíamos en fila detrás de él, por orden de altura, mi madre, mis dos hermanas y yo al final. Esos días, todo el mundo estaba sereno y no se oían discusiones, porque la nieve borraba también los malos recuerdos y las rencillas se olvidaban hasta que los carámbanos de hielo se deshacían en los tejados.
No sé, igual algo de lo que os he contado no es del todo cierto. Esto es lo malo de escribir cuentos, que a veces confundimos los recuerdos con las invenciones y lo que ha sido se nos esconde detrás de lo que pudo ser. El pueblo existe, de eso estoy segura. Se llama San Cebrián de Mudá. Podéis buscarlo en un mapa. Y mis padres eran los maestros.