Antonio Cano Cejas tenía diez años cuando tuvo la suerte de encontrarse con un maestro de Lengua y Literatura «de esos que te dejan marcado para siempre, y que supo sacar de mí el escritor que llevaba en mis adentros». Don Francisco Gutiérrez Cano cambiaría la vida de sus alumnos no sólo por inculcarles el amor por los libros y la lectura, sino porque además supo sacar como nadie ese don que cada niño llevaba escondido dentro. Desde entonces, la curiosidad por aprender y la pasión por la lectura fueron el pan de cada día del autor, en ciertas temporadas con varios libros a la vez.
En cuanto a la escritura, fue su mochila de primeros auxilios desde entonces. Cuando la vida lo hundía en el pozo más hondo, su corazón expulsaba la presión del sufrimiento a través de la creación. No pudo jamás encontrar mejor terapia y, fruto de esos momentos de inspiración, pudo superar los doscientos poemas, otras varias decenas de epístolas, una novela policíaca «y otras pocas que yacen pacientes en lo más recóndito del corazón esperando ser liberadas».