Movimientos en «Los Cinco Tiempos de Uxía»
Quizás cien años eran demasiados, aunque fueses una criatura mágica o mestiza. Aunque fueses la reencarnación de la Hécate, la guerrera más poderosa de Gaia. Cien años eran demasiados años y Benedicta estaba agotada. Los pensamientos obsesivos sobre por qué sus hermanas y ella habían perdido la capacidad para la magia y por qué parecía que se habían olvidado de ellas mientras continuaban los conflictos entre las sombras y la luz hacían que deseara un fin para su vida en la tierra. Necesitaba retomar su esencia, necesitaba sentir como sentía cuando todo era normal… Y lo «normal» para una bruja de su categoría, guardiana de las almas era mantener el equilibrio entre la vida y la muerte de cada ser que existía.
El viaje con su nieta y con Juan la estaba ayudando a recordar, a encontrarse con aquella esencia lejana en la que se sentía tan feliz. Esas emociones tan únicas se hicieron una sola realidad en cuanto pisó la Capilla de los Huesos. Pudo sentir las almas de las personas atrapadas entre los dos mundos; el palpitar latente de los que no querían dejar este; tenían miedo; necesitaban dar al tiempo para atrás y solucionar asuntos pendientes. Almas sin cuerpo, energías traslúcidas que trataban de hablar en los oídos de los visitantes fascinados por la presencia de tantos esqueletos por todas partes; gritándoles que se quedaran. La oscuridad de la muerte no se da al Otro Lado, se da cuando uno se queda atrapado entre los dos mundos. Y allí había muchos perdidos en la eternidad sin luz. Benedicta los vio con compasión, pequeñas gotas amarillas, lágrimas extendidas como riachuelos, brillantes y translúcidas, recorriendo brazos, espaldas y orejas, sobre todo orejas. Sentían predilección desesperante por subirse en los hombros de la gente viva y murmurarles «quédate conmigo» una y otra vez, provocando escalofríos en la piel. O «llévame contigo», la súplica más peligrosa porque el inconsciente se abría a las plegarias de los muertos y la gente terminaba yéndose, arrastrando los pies, con una pesadez nostálgica que no se quitaría de encima por mucho tiempo.
Invocó un hechizo de cierre, algo muy sencillo para alguien como ella, que provocó que los visitantes que quedaban allí, de pronto, apuraran el paso hacia la salida y los que llegaban no quisieran entrar, manteniéndose ciegos a lo que sucedía dentro de la capilla. Después, volvió su vista compasiva a aquellos espíritus, empezando a cantar viejas letanías, antiguas, pronunciadas en lenguas ya extintas, acogiéndolos a todos como esa madre que arrulla a su bebé antes de dormir. Los riachuelos de luz se sintieron llamados por ella, se alargaron cual lombrices, arrastrándose por encima de fémures, tibias y calaveras hasta enroscarse en las piernas y los brazos de Benedicta.