Me preguntaba, inocente, cómo era aquello de escribir. Cómo hacían las grandes poetas para sentarse una tarde y decir «Hoy voy a escribir» ¿Estaba todo preparado? ¿Les venía la inspiración divina?
Si hoy tuviera la oportunidad de hablar con aquella mujer que fui, como digo en la dedicatoria de mi poemario, me daría un único consejo. Para mi gusto, el más importante de todos:
escribe.
Escribe sobre ti, sobre la familia, sobre la naturaleza, sobre tocar con los dedos de los pies la arena de la playa, sobre el libro que acabas de leer, sobre la chica que te hace sonreír, sobre la muerte, sobre el trozo de papel que se ha caído al suelo, sobre la vida, sobre escribir. Pero escribe. Lo único que ha de hacer una escritora para serlo es escribir. Escribe, escribe, escribe. Y cuando hayas escrito veinte poemas aparentemente sin sentido, entonces, es cuando verás un pequeño rayo de luz.
Mi rayo de luz se convirtió con dedicación y, sobre todo, con mucho amor propio, en un libro. Cincuenta y un poemas que conforman mi comienzo en el mundo de la literatura.
Pero sigo escribiendo. «Escribe, escribe, escribe» me repito en mi cabeza, justo en esos momentos en los que por circunstancias del día a día, no puedo escribir. Pero escribo, escribo, escribo.
Actualmente me encuentro en un punto donde creo haber encontrado mi estilo, habiendo desechado previamente todos los prejuicios que traía conmigo acerca de la poesía. Rechazando la vocecita que se había llevado diecinueve años susurrándome que no lo lograría.
La palabra escritora me asusta, si soy sincera. La palabra poeta me asusta aún más, si soy aún más sincera.
Pero yo solo escribo, escribo, escribo…