Era un mediodía de octubre, hacía fresco, el sol brillaba muy presente, recortado en el cielo azul increíblemente limpio de nubes; me hallaba en la azotea de la casa de mi madre, me gustaba corretear allí arriba, entre la ropa tendida en el enrejado de cordeles donde las mujeres colgaban la colada.
Entre el ondular de las sábanas, imaginaba hallarme sobre la cubierta de un gran navío de guerra donde los marineros baldeaban el agua del mar sobre esta, pulida de tanto restregarla con sus sendos cepillos de esparto.
El sol templaba el frío de octubre, en el cielo revoloteaba una bandada de ruidosas golondrinas en su emigrar hacia las tierras africanas. Cansado de corretear y navegar por el bergantín a mi mando, me tumbé en el suelo de cara al radiante cielo azul, cerré los ojos… una brisa fresca serpenteaba por mi cara acariciándola, me amodorré lleno de pacífico bienestar.
Despacio, entreabrí los ojos, enfrenté el azul y el oro; y en aquel preciso momento, dejé de ser el niño contento de vivir por primera vez en casa de su madre, y fui el niño hombre, los niños, los hombres, y también los pájaros que alborotaban apresurados; fui parte del todo; durante una fracción mínima atesoré la comprensión infinita de la arbitrariedad de la creación.
Una sensación de felicidad me embargó y creció hasta disolverse en un espeso mar de negrura. El tiempo me mostró su razón de ser. En un suspiro, el instante se tornó realidad… En la nada, más allá de falaces raciocinios, lejos de toda comprensión.
El momento se hizo vacua eternidad, experimenté tal pena, que ni siquiera la pude canalizar hacia el llanto, el negro vacío se me insinuó y me envolvió con sus mefíticos vapores… Cuando advertí la imposibilidad de aceptar la verdad revelada, abrí los ojos y me fui corriendo escaleras abajo, atraído por el apetitoso olor del guiso que gorgoteaba en la olla listo para el almuerzo.