La mujer esperaba sentada en un sillón con la cabeza inclinada sobre su brazo. La habitación estaba caldeada y olía a ese manojo de claveles rojos y blancos que ella misma acababa de comprar. Les cortó un poco los tallos y las colocó en agua fresca dentro de un jarrón junto a la ventana.
La mariquita de puntos amarillos —rara especie en aquella zona y más en invierno— saltó de forma espontánea de uno de los claveles al visillo, atrajo su mirada perdida como si la despertara. La libertad ganada por ese diminuto bichejo le recordó sus constantes ansias por salir de aquella España de nieblas, lluvias y hollín que tantas veces le había descrito a su amigo Ramón en sus cartas.
Diez años de incansable carteo dan para mucho. En ese tiempo, no solo el constante ir y venir de cartas se había mantenido, sino que la frecuencia, si cabe, se había intensificado. Cada vez era menor el tiempo que Ramón y Carmen tenían que esperar para recibir una carta del otro: no pasaban ni tres días antes de que Antonelli, si le pillaba en Roma; Françoise, si andaba por París; o Martín, si estaba de descanso en su casa de Cercedilla, en la sierra norte de Madrid, la espabilaran ondeando una de esas cartas al viento.
Siempre el mismo tipo: matasellos americano con estampado de olas azul y rojo en la parte superior-derecha y una inscripción de letras grandes: «San Diego, California».
Sabía cuándo eran de Ramón porque sus cartas siempre iban acompañadas de un paquete que contenía una de sus últimas novelas, recortes de sus publicaciones en el periódico de la semana o alguna de sus lúcidas ponencias impresas en la universidad.
«Ramón supo entenderme mejor que nadie», pensaba Carmen, mientras seguía esperando a que el teléfono sonara, con la desesperanza de saber que fuera cuando fuese, sería para confirmar malas noticias. «¡Qué suerte haber contado con un amigo tan clarividente! Supo consolarme, aún no sé cómo: él, con esa rabiosa capacidad de resistencia, ansiando volver a esa España que, sin embargo, a mí me aprisionaba y me asía en la angustia del hastío». Se levantó, se acercó a la ventana y corrió un poco el visillo para ver entrar la tímida luz de enero por el cristal. Entonces se sentó delicadamente en la cama, suspirando. «Paradojas. Sátiras de la vida».
El visillo se movió por la leve corriente que se filtraba a través de la ventana de madera. Con el movimiento, la mariquita saltó a la estantería llena de libros que había apoyada en la pared contigua. Carmen la siguió con la vista. Se posó sobre el libro Nada, y empezó a recorrer arriba y abajo el grabado del canto: Carmen Laforet. La mujer se reconoció a sí misma, pero cuarenta años más joven. Su primera novela. A Ramón le gustaba recordarle aquello de «tuviste la rara fortuna de empezar con una obra maestra» en muchas de sus cartas. Aquel recuerdo la hizo sonreír.
No era ella de vanagloriarse, pero esa novela la hizo famosa en el mundo entero. Sin embargo, y lo pensaba ahora serena, el mayor beneficio que le trajo Nada fue su amistad con Ramón. Aún no podía creer que hubiera tardado casi veinte años en responderle aquella primera carta de felicitación por el premio Nadal de literatura. «¡Veinte años esperando una respuesta!». Esbozó una sonrisa mientras traía a sí ese recuerdo. «¿Qué habría estado pensando Ramón todo aquel tiempo? ¿Creería que no le querría contestar? ¡Pobre!». Carmen había tardado casi veinte años en responder a su primera carta por encontrarse abrumada y un tanto turbada por contestar a alguien de tal altura literaria. Sí, la pereza también había hecho su parte.
Mientras Carmen paseaba su mirada por las filas de libros de esa abarrotada estantería — milimétricamente organizada, pero cargada de tantas y diversas obras de arte—, no hacía más que agradecer: «¿quién me iba a decir, que tras responder esa primera carta, tanto tiempo después, iniciaría uno de los viajes más apasionantes de mi vida al centro de una relación que me trascendería a mí misma?».
Una amistad fraguada, nutrida y vivida en la adultez nada tiene que ver con los amigos de siempre. Aquí no hay miedo a rozar el peligro. La posibilidad de quemarse puede ser apagada por el recelo a extinguirse. Aquí el error no tiene camino de vuelta, se paga caro, hay un riesgo continuo: si no lo alimentas, se pierde. Al amigo de siempre, siempre lo tienes. Siempre te tiene.
Ramón no era eso para ella, él vino en otro momento y a otra cosa: los límites de lo que es y no es la amistad siempre andan más difusos aquí. Pero de igual manera, la soledad se encuentra más acompañada: es un amor más real, más libre; elegido, no dado; ganado, no regalado. Hay cariño, ternura, afecto y los saboreas. Te puedes ver a ti mismo experimentándolos, porque no te son naturales. Esos sentimientos, ahora, los degustas a boca llena. Carmen sabía que una amistad en la adultez podría, paradójicamente, decirse más volátil y profunda a la vez.
La mariquita de puntos amarillos iba y venía de estante en estante, ahora parada sobre los libros de filosofía —aquellos primeros flirteos con el existencialismo de cuando era estudiante en Barcelona—. Al igual que iban y venían, también, aquellas cartas a través del Atlántico. Era un chorreo constante.
En esas infatigables cartas, Ramón y Carmen hablaron de todo. No hubo tema que no abordasen, por embarazoso que fuera. A nadie: ni al marido de Carmen o cualquiera de sus cinco hijos, ni a esas amigas o incluso exmujeres que entraban y salían del piso de Ramón con asiduidad, les llegó nunca a pasar siquiera por la cabeza, que esa amistad, vivida vía aérea, pudiese en algún momento tornar en algo más. Cierto es que Ramón alguna vez intentó flirtear con ella. Recordaba Carmen sentada en su mullida y bien acomodada cama, mientras esperaba a que sonara el teléfono. Pero más cierto aún es que ella supo orientar el timón de aquella relación, entonces gestante, en otro sentido desde el primer momento.
Ramón no solo lo aceptó de buena gana, sino que se encontró consigo mismo y con el lugar real que esta relación ocupara en su corazón. ¡Tres años de incansable carteo les costó a los dos empezar a tutearse! Y eso lo dice todo.
Las pisadas fuertes de una energética joven subiendo por la escalera la distrajeron de estos pensamientos. Carmen tornó la cabeza hacia la pulcra puerta mientras Cristina la abría.
—Mamá, la comida está preparada, bájate, desde el salón se puede oír el teléfono también.
—Comed sin mi hoy, por favor. —Carmen se encontraba a gusto reviviendo su historia una y otra vez en su cabeza, ahora bañada en gris por sus sesenta y una primaveras.
—¿Te subo aquí la comida?
—No, no, por favor, prefiero estar sola un ratito más.
Cristina, también escritora, sabía de la hondura a la que cala la pérdida de un compañero de camino. Y tratándose de Ramón —con quien había intercambiado alguna que otra charla de más joven cuando estudiaba en los Estados Unidos—, mucho más.
—Mamá. —Cristina giró la cabeza en el momento en que estaba a punto de salir por
la puerta.
—¡Sí, ya lo sé! Tú también lo echarás de menos —contestó Carmen sin volver siquiera la cabeza.
—Nunca olvidaré su consigna teresiana: «quien no vive para servir, no sirve para vivir». —Las dos se echaron a reír suavemente, pues siempre les pareció de gran osadía que él sacara a relucir estas consignas, estuviera con quien estuviera.
—Ramón siempre fue muy de Santa Teresa —concluyó Carmen la meliflua risotada.
—¡Sí! ¡Y de Franco! —Cristina volvió a traer las risas a la habitación. Parecía como si Carmen necesitase ese momento de catarsis. En su ensoñación, estaba falta de sacar a la luz también lo que le hacía gracia de él.
—«El pequeño Cesarito», como escribía tantas veces —decía Carmen mientras volvía a ensimismarse en sus recuerdos—. La única persona a la que en realidad llegó a odiar. A él, y solo a él, culpó del asesinato de su primera mujer en el 39, el verdadero amor de su vida, antes de tener que exiliarse de España para siempre.
En ese momento el teléfono sobresaltó a las dos, que para entonces ya estaban más serias. Cristina, con un respeto sublime por lo íntimo, salió, dejando su madre a solas.
Solo le llevó un minuto recibir el mensaje.
—Gracias, Andreíta —contestó Carmen mientras entornaba la ventana para tomar aire de fuera—, así lo quería tu padre. Ahora podrán navegar hacia oriente y occidente sus cenizas… y quién sabe si algún día, por fin, rozarán suelo hispano.
En ese momento la mariquita saltó, de un brinco se coló por la apertura hacia la calle
y echó a volar.
En memoria de Ramón J. Sender y esas amistades que trascienden.