Aquella mañana, mientras cerraba con cuatro vueltas de llave la puerta de su apartamento por última vez, Mauricio Santamaría rumiaba con placer anticipado la diatriba que pensaba soltarle a la infortunada dependienta de la panadería por la supuesta cocción insuficiente de una barra de pan adquirida el día anterior. Así, mientras caminaba hacia el ascensor que estaba destinado a honrar con su cadáver, iba disfrutando no poco de la perspectiva que la mañana le ofrecía: “se va a enterar esa niñata estúpida, conmigo no se juega, si es necesario cambiaré de panadería”, pensaba, muy animado; sin embargo, su buen humor desapareció al llevar la vista al suelo del pasillo: “los malditos obreros polacos lo han vuelto a dejar todo hecho una mierda y la holgazana de la fregona no se molesta en limpiarlo, me van a oír esos también», rezongó en voz baja, sin levantar los ojos del suelo, dispuesto a no perder detalle de la más pequeña mancha, restregón o mota de polvo. Esa fue la razón de que lo primero que viera fueran sus pies, uno de los cuales se situaba entre el pasillo y la puerta del ascensor, impidiendo su cierre, mientras el resto del cuerpo lo esperaba dentro. Al entrar y levantar la vista, sus miradas se cruzaron durante menos de un segundo porque, rápidamente, unas manos firmes lo agarraron de los hombros con decisión, giraron su cuerpo para colocarlo de cara al espejo, agarraron su cabeza desde atrás y la torcieron brusca y eficazmente. La última impresión que se llevaría de este mundo, junto con la imagen desvaída que el espejo reflejaba de sí mismo y de quien estaba a punto de acabar con su vida, sería el sonido de sus propias vértebras, algo así como el de un cascanueces al cerrarse sobre una almendra. Sin embargo, la muerte fue piadosa con él, el dolor fue intenso, pero breve.