«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y
oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las
aguas. Dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y
apartó Dios la luz de la oscuridad; – Génesis, 1 1.»
El caos es confusión, desolación y tinieblas, bajo el caos nada retoña. El orden por el contrario establece las bases para todo cuanto existe. El orden es hijo del amor, bajo el imperio del orden destaca la belleza, se forman las conexiones y las leyes para la convivencia; haciendo posible la maravilla de la creación.
Un domingo cualquiera un niño se distrae en una soleada playa. En la orilla del mar se dispone a construir un castillo de arenas. El pequeño imagina, proyecta y con sus manitos comienza a dar forma al palacio que anticipó en su inquieta mente. Con cuidadoso esmero va levantando aquella estructura. En su alucinación percibe los personajes que han de habitar el recién construido palacio. Rey, reina, cortesanos, guardianes y servidumbre; todos tienen sus tareas y su vida dentro de aquel recinto. El trabajo está listo. Lo invade el gozo por aquel incipiente micro mundo.
De repente, una intrépida ola se alza sobre el fruto de su trabajo. En un instante reina el caos y la confusión. De manera instantánea desaparecen el castillo y los habitantes de aquella quimera. ¿El caos ha reinado sobre el orden?… Desde la perspectiva del niño seguramente es así; pero revisando desde un mandato superior, cabe preguntarse ¿es acaso el vaivén de las olas producto del caos?… ¡Desde luego que no! La danza de los mares cumple un propósito y van más allá de lo encantador, de asegurar que nada este tranquilo.
Así como un niño construye un efímero sueño, los adultos también solemos hacer proyectos sobre bases fugases. De manera que, nuestro entendimiento del orden es limitado y, por ende, en ocasiones, puede estar reñido con la inexorable armonía de las leyes naturales. Como en el caso del castillo de arenas algunas ideas y planes pueden cumplir una intención, aún si son transitorios. Esto nos lleva a reflexionar sobre la necesidad de darnos cuenta de la trascendencia de nuestros actos y omisiones.
No debemos perder de vista que existe un orden mayor: el del Creador. Es decir, debemos ser rigurosos con nuestras intenciones para discernir entre el orden y el caos. En otras palabras, requerimos mantener el ojo avizor para no generar anarquía y para no ser engañados por una falsa prosperidad. Se trata de un tema ético: el de procurar progresos responsables, que estén en coherencia con el bienestar humano. Y nunca apartarnos del mandato según el cual: para crear fuimos creados.
La humanidad ha actuado dando la espalda a los valores básicos, mientras atropellamos al sentido común. Hemos constituido una sociedad necia y suicida; que planea y cimienta sin compromiso y sin prestar atención a la fragilidad de nuestro planeta: es decir de nuestro hogar. Muchos de los productos de nuestras mentes se han convertido en chatarras inútiles. En la obsesiva búsqueda de la riqueza inmediata, generamos bienes y servicios desechables o de pésima calidad. Nos dejamos embaucar por lo inmediato, mientras despreciamos lo sublime. La insensatez nos ha llevado a planificar que las cosas duren poco tiempo, para cambiarlas por trastos nuevos. Es decir, programamos la obsolescencia de los productos inundando el planeta de basura.
¡Qué disparate! La voracidad del aparato lucrativo deja a su paso, contaminación y algunos bolsillos llenos de dinero mal ganado. El perverso afán por alcanzar la fortuna a cualquier costo; combinado con la cobarde actitud de claudicar ante el confort desmedido y paralizador; terminan por romper la balanza del orden. Hemos caído en un ciclo vicioso generador de caos. Consumimos con frenesí, mientras generamos toneladas de desperdicios y de problemas.
En nuestra condición de humanos fuimos provistos del más sublime de los sentimientos: el amor. Con este atributo tenemos suficiente para ser honestos observadores y generadores del orden. Estamos dotados con los talentos necesarios para hacer las cosas bien. No hay excusas para mantener la trampa de la autodestrucción.
La mediocridad no forma parte, ni está en los planes, de nuestra esencia; ni de nuestra misión. No debemos continuar atentando contra el propósito del Creador y por ende contra nuestra propia existencia. Estamos llamados a ser seres de luz, no de oscuridad.
Cosme G. Rojas Díaz.
@cosmerojas3
2 de junio de 2019