Inspirado en esta imagen de «Los amantes» de Magritte de 1928, este relato corto que espero que os guste.
Me llamo Prudencio Porrino y creo que por eso nunca he tenido suerte con las mujeres. De pequeño, en la escuela, se reían de mí por mi estatura o por mi pelo rojo o por lo gordo que estaba o por lo mal que hablaba o por… De mayor, cuando ya había crecido, me había teñido el pelo, adelgazado y pasado horas con el logopeda, aunque lo del nombre no tuvo solución, las mujeres seguían riéndose de mí. No como antes, en mi cara, sino de forma más dolorosa y sibilina, ridiculizándome ante las demás, dándome falsas esperanzas. Ya estaba convencido de que no era una cuestión de suerte. Había algo en mí que las repelía y a su vez ellas, tras tantas decepciones, empezaban a resultarme indiferentes y odiosas.
Pero en ese momento la conocí. Trabajaba en una tienda de ropa de mujer de mi barrio. Todas las tardes la veía tras el escaparate, risueña, preciosa, elegante. Era el centro de atención de todas las clientas, que la miraban con envidia. Ella les respondía con su sonrisa distante y algo fría. Pero eso era para ellas, a mí me reservaba, a través del cristal, el más luminoso de sus mohines, ente pícaro y coqueto. Tras tantos desengaños había encontrado por fin el amor. Todas las tardes la veía y no encontraba el valor de abordarla. Todas las noches la soñaba, con unos sueños ora húmedos ora platónicos. Todo el tiempo me debatía angustiado entre el deseo y la impotencia.
Por fin, una tarde acopié el valor necesario y entré en la tienda decidido a todo. Ella estaba en una esquina, sola, me acerqué, le hablé con palabras suaves y ella no me contestó, pero me miraba fijamente. Me envalentoné y le hablé de mi amor, de que quería estar con ella el resto de mi vida, como los pingüinos magallánicos, y seríamos los seres más felices de la naturaleza. Ella seguía callada, como ausente, y en ese momento percibí una sonrisa burlona en sus labios. A mi mente volvieron de golpe todas las risotadas y desprecios de mis compañeras, todas las humillaciones. Algo se rebeló en mi interior, dejé de ser yo y una furia incontenible me poseyó. La sangre se me subió a la cabeza y me abalancé sobre ella con una mezcla de deseo de abrazarla y de ansia de venganza. Justo un instante antes de abordarla una clienta extendió por accidente una delicada pieza de tul blanco delante de mí. Sin tiempo ya para quitármela le pedí explicaciones a gritos a mi amada y tras zarandearla violentamente rodamos por el suelo ya envueltos ambos en el tejido como una crisálida que jamás llegaría a mariposa. En ese momento varias personas me sujetaron. Después, dos policías me esposaron, me llevaron a la Comisaría y allí me tomaron los datos y la declaración.
Ya de vuelta en casa, saqué de mi bolsillo el trofeo de mi aventura, un dedo de mi amada que le había arrancado en el fragor de la contienda. Allí estaba, seductor como su dueña. Lo miré con arrobo y lo coloqué en un tarro de cristal transparente, en formol, donde flotaría el resto de la eternidad, fiel a mí y yo a él, como los pingüinos magallánicos. Por fin conviviría con una mujer o al menos con su índice. La felicidad, para los Porrinos como yo, nunca es completa.
A los pocos días llegó a casa un papel del Juzgado. Intrigado, acerté a leer algo así como …los hechos que tuvieron lugar, …en estado de gran alteración, …causando destrozos en el mobiliario, …la destrucción parcial de un maniquí, … condenado a pagar… No recordaba nada de aquello, debía ser un error.