El Doppelgänger

El Doppelgänger

Este microrrelato fue la base de mi primera novela «La quinta luna», una historia que me apasionó tanto que no tuve otro remedio que desarrollarla. ¡Espero que a ti también te guste!


La casa de campo, que había pertenecido a la misma familia desde generaciones, se encontraba radiante e impoluta aquel día de otoño. Los muros de ladrillo oscuro no exhibían su habitual musgo, el césped estaba rasurado a la perfección y hasta las primeras hojas caídas de los árboles habían sido recogidas cuidadosamente. Todo estaba listo para recibir a su nueva inquilina.

Brigitte estaba muy emocionada de conocer cuál iba a ser su hogar a partir de entonces. Una mezcla de excitación y miedo le invadía a partes iguales. Excitación porque por fin iba a conocer el lugar al que pertenecía su marido, y temor por cómo encajaría en aquel nuevo entorno.

Los componentes del servicio estaban alineados delante de la puerta principal. Al  mayordomo, de mayor edad, le seguían otro hombre en sus cincuenta, una señora de la misma edad, dos mozos y una chica joven. Se cumplía el protocolo que requerían los eventos extraordinarios. Y aquel día era un día de esos.

Trevor bajó de su flamante nuevo coche, un Bentley 3-Litre amarillo mostaza. Había conducido aquel dos plazas todo el camino desde su desembarco en Southampton. La última etapa de su luna de miel había comprendido una semana en Londres, visitas a Nottingham y Durham, y algunas paradas técnicas hasta llegar a su adorada Escocia.

Saludó efusivamente al jefe del servicio y, uno a uno, fue presentando a su nueva esposa. Una vez hechas las presentaciones, Brigitte miró hacia arriba. Comenzó a observar lo que iba a ser su nuevo hogar con detalle y admiración. La trayectoria de Brigitte, desde su infancia en un pueblecito del sur de Francia, había sido fascinante. Quién le iba a decir que de aquellas noches parisinas como camarera iba a conocer al príncipe de sus sueños, con castillo incluido. Sin embargo, y contra todo pronóstico, allí se encontraba ella.

Los primeros días los pasó haciéndose con la vivienda y sus costumbres. Mildred le puso al día de las tradiciones familiares que se celebraban allí desde antaño. También le enseñó algún vocabulario local que seguro le sería de ayuda. Trevor, con el fin de integrarla en su nuevo entorno, organizó una recepción para presentar a su nueva esposa en sociedad. El grupo selecto de invitados lo formaron políticos y hombres de negocios, acompañados de sus aburridas esposas de vida monótona. A pesar de sus dotes para socializar, la falta de maestría en el idioma contuvo a Brigitte de no departir tanto como a ella le hubiera gustado. De todos modos, no fue un mal comienzo. La pareja estaba exultante como cualquier par de enamorados lo está en los primeros días de su relación. Nada podría aguarles la fiesta.

La casa era sombría y los días cada vez se hacían más fríos y cortos. En días de tormenta, la electricidad fallaba. Y aquel caserón, a la luz de las velas, adquiría un ambiente fantasmagórico y aterrador. Pero aparte de esos episodios, aquella extranjera de rizos rubios se iba sintiendo poco a poco más a gusto en su nueva morada.

Entre semana, mientras su marido atendía sus quehaceres, ella se dedicaba a redecorar la casa. Tenía muchas ideas que traía de Francia y que serían la envidia de aquella aristocracia campestre. También descubrió una nueva afición. La lectura.

– ¿Qué lees? – preguntó Trevor, interrumpiendo el silencio de la antigua biblioteca.

– Walter Scott. Estoy aprendiendo a saber lo que es ser un escocés – le dijo Brigitte con un guiño.

– Bien, bien… Venía a invitarte a venir con nosotros. Ya sé que no te gusta mucho, pero podrías hacer un esfuerzo. Verás como al final lo pasarás bien.

Trevor venía vestido para la ocasión. Chaqueta corta roja, mallas blancas y botas altas. La idea de montar a caballo tentaba a Brigitte, pero ni la compañía, estirados snobs con dialecto inteligible, ni el bullicio, decenas de sabuesos en busca de su presa, le convencía. Sin embargo, todo aquello era soportable comparado con el objetivo de aquella salida: la caza del zorro rojo. En aquel poco tiempo había adquirido una cierta simpatía por aquel animal, que según ella debería ser un símbolo nacional. Al fin y al cabo, tenía el mismo color de pelo que la mayor parte de los habitantes del lugar.

– Gracias, pero no, quiero terminarme el libro. Otro día, lo prometo.

Su marido no insistió, le dio un beso de despedida y, cuando salía por la puerta, dio media vuelta. Rebuscó en las estanterías hasta que halló lo que buscaba.

– Toma, léete éste. Te gustará.

Dejó el libro encima de su regazo, Memorias y confesiones de un pecador justificado. De autor escocés, un tal James Hogg, totalmente desconocido para ella. No sabía en aquel momento lo reveladora que aquella obra se convertiría con el devenir de los acontecimientos.

Aparte de aquella pequeña desavenencia, en general la pareja de recién casados estaba de acuerdo en casi todo. Sin embargo, al cabo de los meses, algo comenzó a cambiar. Una mañana, al despertarse, Brigitte vio que su marido no estaba en la cama. Su primera reacción fue de extrañeza. Trevor no solía levantarse tan temprano, ni siquiera cuando iba a cazar. Llamó a la doncella para que le ayudara a vestirse y, de camino, preguntar por él. Bajó al comedor y allí estaba, con un café en la mano y el periódico sobre la mesa. Todo regado por la luz uniforme de un día nublado que entraba por el ventanal. Ella se acercó, le arregló un caracol de su pelo, se agachó y le dio un beso.

– ¿Has dormido bien? – le preguntó Trevor, con cara de alegrarse de verla.

– Sí, sí. Este silencio me relaja en demasía. En París, el bullicio no me dejaba descansar. Aquí, podría dormir hasta el almuerzo sin problema…

– Me alegro. Nada me hace más feliz que te sientas cómoda en casa.

– Por supuesto, cariño – le devolvió Brigitte con una sonrisa.

Sentados a la mesa, hicieron cuenta de un desayuno a base de huevos, café y pan recién horneado. Mildred se levantaba a las cinco de la mañana para encender el horno y hacer el pan, aunque la nueva inquilina seguía echando de menos sus croissants con mantequilla. Sin embargo, no podía pedir mucho más. Vivían aislados en mitad de la nada y aquello era un lujo.

– Hoy he quedado con Tom y McArthur, vamos a por perdices. ¿Te apetece?

– No me siento bien, gracias… – contestó Brigitte dudando, ya que no quería decepcionar de nuevo a su marido – ¿Es por eso que te has levantado tan temprano?

Trevor frunció el ceño y pensó por un momento su respuesta. No quería herir a su amada y tenía que encontrar las palabras precisas.

– Cariño, me tuve que ir de la habitación a mitad de la noche.

Brigitte abrió los ojos de par en par. No entendía nada.

– Es que, bueno, ya hace tiempo que lo estoy sufriendo. Hay días mejores, pero anoche fue horrible y no pude aguantar más… – tras un breve silencio, la verdad salió de sus labios – Roncas.

Su amada se quedó perpleja. Al no ser consciente de ello, era como si no lo hiciera, por lo que todo aquello le dejó fuera de juego.

– Preguntaré a Mildred si conoce algún remedio. Lo siento mucho… – y para resarcir a su esposo, decidió darle una alegría – Y sí, hoy iré contigo. Cazar perdices puede ser divertido.

Trevor se alegró de que su esposa por fin cediera, la besó y le dijo que la esperaría en el establo. Ella no perdió tiempo y se dirigió a la cocina en busca de Mildred. Se la encontró en la lavandería con la doncella, cuando se disponían a lavar las sábanas donde ella había dormido. Al entrar, Mildred apretó la colada contra su pecho. El ama preguntó por algunas hierbas que le ayudaran a solventar su problema nocturno y las sirvientas le tranquilizaron porque sabían una receta que parecía ser efectiva.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó la doncella, una vez que la señora se había ido.

Mildred separó las sábanas y confirmó lo que había visto antes de reojo. Pelos rojos, cortos y tiesos como los de un perro, estaban pegados al algodón.

– El señor ha comenzado otra vez – le contestó a la chica, lamentándose.

– A qué se refiere?

– Tú eres muy joven. No llegaste a conocer a la anterior señora, ¿no? Bueno, no importa – y de un respingo, Mildred acabó con la conversación y continuaron con sus deberes.

El día de caza fue mejor de lo que ella pensaba. A partir de aquel día, tuvo muy en cuenta agradar a su marido en todo lo que estaba en su mano. Tomaba todos los días aquel brebaje sin falta y en principio, parece que la cosa funcionaba. Sin embargo, Trevor empezó a escabullirse del nido conyugal a mitad de la noche de manera ocasional. Lo que más le molestaba a ella era que no se daba cuenta de nada, ni siquiera de cuando él salía de la habitación. Era a la mañana siguiente cuando, al despertar, se daba cuenta de que sus ruidos noctámbulos habían hecho de las suyas de nuevo.

Quería tanto adular a su marido que intentó por todos los medios combatir aquel mal. Probó a beber más cantidad de infusión antes de dormir, pero Trevor seguía ausentándose sin remedio. Una noche, intentó mantenerse despierta, o al menos estar en un estado de duermevela para que, cuando partiera su amado, hablar con él y convencerlo de que no la dejara sola. Sin embargo, se arrepentiría.

Aquella noche había bebido gran cantidad de brebaje, lo que la relajaba mucho. En su desesperación, decidió poner unos granos de arroz bajo su ropa interior que la molestaran lo suficiente para no dormir profundamente. Y llegó el momento. Sintió el vacío en la cama, la sábana que se levantaba detrás de ella y el frescor que provocaba en su espalda. Sin embargo, en aquel momento estaba paralizada. Su cuerpo parecía hecho de piedra. No era dueña de sus músculos, y éstos no la obedecían. Podría estar soñando, pensó.

Al rato, notó un calor detrás suya. Se alegró y emitió una leve sonrisa. Pensó que habría salido a hacer sus necesidades. Notó una mano en su cadera y cómo el cuerpo de su marido la envolvía por detrás, emanando calor desde los pies hasta la cabeza. Se extrañó ya que él normalmente era friolero, y ella siempre tenía mayor calor corporal que él. De hecho, aguantaba aquella demasía de ropa de cama por no molestar a su Trevor. Como pudo, sacó fuerzas para levantar la mano y acariciar la de él. Primero notó que la mano era muy pequeña, que cabía toda dentro de su palma. Luego, el tacto le acabó por descolocar. Aquello que estaba agarrando estaba lleno de pelos. Estaba segura. Aquello no era una mano. Aquello era la garra de un animal.

Co
men
tarios
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

¿Eres tú el siguiente autor de ExLibric?

Únete a
nuestros escritores

Las cookies de este sitio web se usan para personalizar el contenido y los anuncios, ofrecer funciones de redes sociales y analizar el tráfico. Además, compartimos información sobre el uso que haga del sitio web con nuestros partners de redes sociales, publicidad y análisis web, quienes pueden combinarla con otra información que les haya proporcionado o que hayan recopilado a partir del uso que haya hecho de sus servicios.

Las cookies son pequeños archivos de texto que las páginas web pueden utilizar para hacer más eficiente la experiencia del usuario.

La ley afirma que podemos almacenar cookies en su dispositivo si son estrictamente necesarias para el funcionamiento de esta página. Para todos los demás tipos de cookies necesitamos su permiso. Esto significa que las cookies que están categorizadas como necesarias se tratan con base en RGPD Art. 6(1)(f). El resto de cookies, es decir, aquellas de las categorías de preferencias y marketing, son tratadas con base en RGPD Art. 6(1)(a).

Esta página utiliza tipos diferentes de cookies. Algunas cookies son colocadas por servicios de terceros que aparecen en nuestras páginas.

En cualquier momento puede cambiar o retirar su consentimiento desde la Declaración de cookies en nuestro sitio web.

Obtenga más información sobre quiénes somos, cómo puede contactarnos y cómo procesamos los datos personales en nuestra Política de privacidad.

Al contactarnos respecto a su consentimiento, por favor, indique el ID y la fecha de su consentimiento.

cookie
Recursos para:

Escribir

Editar

Publicar

Promocionar

Otros Recursos
¿Quieres publicar tu libro?

Empieza hoy tu aventura literaria de dar a conocer ese libro que tanto deseas ver en las manos de tus lectores.

¡Gracias!

Tu solicitud se ha enviado correctamente y en breve recibirás una respuesta de nuestros editores

Exlibric editorial logo blanco