El gruñón

El gruñón

El viejo timbre sonó sin previo aviso. Aquel chisme no había sonado en siglos, tanto que Julio ya no recordaba su sonido. Instintivamente se dirigió al balcón a ver quién se atrevía a molestarle. El timbre volvió a interrumpir la paz de aquel hogar, donde nada había cambiado en décadas. ¡Vaya insolencia! Será algún vendedor o un tipo de publicidad, pensó.

Para llegar a su objetivo tuvo que sobrepasar varias barreras. Primero las cortinas y los visillos, y luego unas viejas puertas abatibles de madera, con polvo incrustado desde el Plioceno. Por último, unas contraventanas también de madera, con la pintura levantada por años de exposición al sol. Este tedioso ritual no era algo que hiciera habitualmente. Tampoco lo era tener visitas.

Desde el balcón vio a un chico joven con una mochila. Parecía ser un repartidor. Sin embargo, él no compraba nada por internet, así que rápidamente desterró esa idea. Bueno, quizás fuera para Antonia, su vecina de planta, que a menudo recibía la visita de chicos cargados de paquetes. Julio sabía que el objetivo de aquellas compras no era su anciana vecina, sino la hija de ésta. Se había instalado allí desde que su madre se quedó viuda. Más de una vez tuvo que atender a esos chicos, algunos con más modales que otros. Pero a sus ojos, todos eran igual. Solo venían a incordiar.

– Perdone, ¿es usted vecino de doña Cristina Benítez? – preguntaba aquella cara a través de la mirilla metálica, de esas redondas que todavía quedan en los pisos antiguos.

Obviamente no. Estás pegando en mi puerta, cacho inútil, pensó. Por si era poco la pobre educación de los chicos de hoy en día, encima la poca inteligencia de algunos. Finalmente se mordió la lengua y soltó un hipócrita “Sí, ¿qué desea? “

– Es que traigo un paquete para su vecina, por si podría dejárselo a usted.

– Esta era su reacción habitual. Cerraba directamente aquella mirilla enorme sin falsas palabras de despedida. Encima, está sudando y lleva la mascarilla mal puesta, pensó. ¡Lo que faltaba!

Pero aquel día a Julio le esperaba una sorpresa. Un tercer zumbido y la falta de cajas del mozo le llevó a la loca idea de que quizás hoy venían a verle a él. Volvió al interior del apartamento hasta alcanzar el telefonillo y contestar a su infatigable instigador.

– ¿Sí?

– ¿Tito Julio? ¡Soy yo, Alberto!

No podía ser. ¿Cuánto hacía que no veía a nadie de su familia? Contando el tiempo de la pandemia, y de algunas navidades que dejó pasar sin volver al pueblo, podría hacer cinco años que no sabía nada de su parentela. La última vez que vio a Alberto tendría 13 años. ¿Le hacía ilusión aquel tipo de sorpresa? No. No le apetecía recibir a nadie. Ni era de los que se ablandaba porque un jovencito inocente venía a verle.  Pero la curiosidad de saber qué hacía aquel chico solo en Madrid le hizo aceptar la visita. Al menos la cosa empezó bien. Había dicho tito y no tío-abuelo, palabra que detestaba.

– Sube.

Escuchó al joven subir las escaleras. El suelo de madera crujía a cada paso en aquel edificio centenario.

– Hola, tito – dijo Alberto jadeando, después de subir tres plantas a pie – ¿No funciona el ascensor?

– No funcionará. – contestó encogiéndose de hombros – Se estropea a menudo. Es más viejo que yo…

– ¿Y cómo haces para salir?

– Bueno, hace días que no salgo. De todas formas, ¡no te creas que estoy impedido! – le contestó un poco ofendido

Julio le ofreció un vaso de agua y así suavizar su primera respuesta brusca. No podía socializar. No lo podía evitar. Su temperamento era demasiado fuerte para caer bien. Ni siquiera a su familia.

Mientras bebía su sobrino, aprovechó para escudriñarlo atentamente. Había crecido, eso era obvio. Se había convertido en un apuesto joven, listo para comerse al mundo.

– ¿Qué haces aquí? En Madrid, quiero decir…

– He venido a estudiar arte dramático. Me vine con otro chico del pueblo y estamos compartiendo piso en Lavapiés.

Pues no, no se va a comer el mundo. El mundo se lo va a comer a él, pensó. ¿Un artista en la familia? Le extrañó, pero luego pensó que quizás si la situación hubiera sido diferente, él hubiera hecho también algo parecido a su edad. Pero todo aquello quedaba ya muy lejos.

Alberto estaba muy comedido, violentado por haber interrumpido la paz de su anciano tío. Así que, para relajar un poco el ambiente, abrió la mochila y sacó una bolsa.

– Mi padre te envía esto.

Julio miró al interior de la bolsa un poco extrañado. Cajas con test de antígenos para la COVID.

– Los ha guardado porque escasean. Es lo bueno que tiene ser el único farmacéutico del pueblo.

Su tío le devolvió una leve sonrisa a modo de agradecimiento. Sin embargo, por dentro se enerva pensando en aquella estupidez. Él no tenía contacto con nadie, ¿cómo iba a contagiarse?

– Tío, ¿tienes móvil por fin?

Maldita sea. Lo pillaron. No le había dado tiempo a ocultarlo y allí estaba, a la vista de todos.

– Sí, al final vi una oferta y lo compré. Pero no lo utilizo mucho, solo por si tengo una urgencia.

– Dame tu número entonces, y yo te dejo el mío.

El chico, de forma natural, cogió el teléfono de su tío, grabó su número en él y luego hizo lo mismo con el suyo.

– Ya se lo pasaré a papá para que te llame.

Vaya desfachatez. ¿Quién le había dicho que quería su teléfono? Aquella visita inesperada le estaba ya disturbando demasiado.

– ¿Puedo ir al baño?

– Sí claro, al final del pasillo, a la derecha.

Se levantó de la silla y su tío se quedó observándolo cómo movía las caderas al andar. De repente, se le vino una idea que no le pareció descabellada. ¿Arte dramático? ¿Amaneramiento? ¡Bingo! ¡Este chico es gay!

Toda aquella idea le desagradaba bastante. Más bien, lo detestaba. Pensó que incluso aquel chico con el que vivía sería su novio del pueblo y que venir a estudiar a Madrid era la excusa para vivir su homosexualidad. Cuánto más lo pensaba, más disgustado e incómodo se encontraba.

Mientras tanto, Alberto, en su camino al baño, vio la puerta abierta del dormitorio de su tío. Su curiosidad hizo que echara un ligero vistazo al interior. Algo llamó su atención. Había un crucifijo encima del cabecero de la cama, y al lado, un retrato. Se acercó para ver de quién se trataba. Desde lejos parecía un personaje de caricatura, con un bigote ridículo. Cuando se acercó vio que aquello era bastante más serio. Era una foto del Generalísimo. ¡El mismo Franco! Debía salir de allí en seguida.

Cuando se volvieron a encontrar en el salón, ambos reconocieron quién era el otro y, sin palabras, se dijeron mucho. La despedida fue rápida, sin grandes formalidades. Así lo querían los dos.

La tranquilidad y la soledad volvieron a la guarida de Julio. Retomó su rutina diaria y se dio cuenta de que aquel día no iría a hacer la compra, ya que el ascensor estaba averiado. No había prisa. Esperaría al día siguiente.

Los días pasaron y un nuevo ritual se fue afianzando. Miraba por la mirilla y, cuando no había moros en la costa, salía a comprobar si funcionaba el ascensor. Sigilosamente, sus pasos acariciaban la madera con tal de que su vecina no lo escuchara. Durante varios días, el resultado era el mismo. Estaba averiado. Y su resolución era siempre la misma. Decidió que tenía suficientes víveres para aguantar hasta que el dichoso aparato anduviera de nuevo.

Pasada una semana, el timbre de la puerta sonó insistentemente. Por la manera de tocar, sabía que era su vecina. Abrió la mirilla y efectivamente, era ella. Por supuesto, no iba a abrir la puerta. Lo que tuviera que decirle tenía que ser a través de aquel sortilegio que poco salvaguarda la privacidad del incordiado.

– Don Julio, estaba preocupada porque no le he escuchado en días. Está usted bien, ¿no?

– Sí, sin problemas.

Estoy mejor que tú, gorda, que no sé cómo has podido subir las escaleras estos días, pensó el cascarrabias.

– Venía a decirle también que el ascensor funciona por fin. Parece ser que había una pieza que no la encontraban, como es tan viejo…

– Ya, ya… Gracias, Antonia.

– De nada. Y ya sabe, para cualquier cosa, aquí nos tiene.

– No se preocupe. Hoy bajaré a comprar aprovechando que el ascensor va.

Se despidieron y Julio procedió a vestirse para salir. Por fin se quitaba aquel pijama que había sido su uniforme durante tantos días. Tampoco era algo que a él le molestaba. Buscando las bolsas para hacer la compra dio con una pequeña con una cruz verde. Era la que había traído Alberto. Sacó aquellas cajas y se dijo que iba a probar. Sabía que daría negativo. Pero total, ya que las tenía allí…

El procedimiento era un poco lioso, pero finalmente logró hacerlo. Esperó los quince minutos reglamentarios, pero antes de que el tiempo llegara, dos líneas rojas aparecieron nítidas en aquel aparato. Positivo. No podría creerlo. ¿Cómo podía ser? Lo primero que pensó fue en su sobrino. Seguro que fue él quien le contagió. Lo maldijo en voz alta y enunció todo tipo de improperios. A la hora de despotricar era único. De maestro, siempre le habían temido por lo mismo.

Sus planes se habían trastocado. Su salida se había comprometido y no había cosa que le molestara más que un cambio de planes. Finalmente pensó que saldría, no podía dejarlo más tiempo. Tenía que tirar la basura y comprar. Tomaría todas las precauciones posibles y lo haría lo más rápido posible.

Así que, con doble mascarilla y guantes, salió de su casa sigilosamente. Al salir del portal, la luz del día le cegó y se sintió intimidado, desprovisto, como un conejo cuando hay halcones merodeando. Pero esta vez el halcón era él, él era el que podía hacer daño. Era una sensación ambigua que le desasosegaba.

Cada persona que se cruzaba en su camino era como un misil a evitar. Cruzó varias veces de acera cuando la ocasión lo requería. Grupos de colegiales, madres con carros, amigos charlando descuidadamente. Maldita sea. ¿Es que todo el mundo va a salir hoy?

Por fin llegó a su destino. El supermercado no estaba muy concurrido, lo cual le tranquilizó un poco. Antes de coger el carro, sacó su gel hidroalcohólico y lo limpió concienzudamente. Al devolverlo a su bolso, la falta de sensibilidad debido a los guantes hizo que se le cayera al suelo. Un chico que iba con su madre se acercó y, viendo al anciano bloqueado, le alcanzó el envase de gel.

Las pulsaciones de Julio se dispararon. No podía aguantar aquello, era superior a sus fuerzas. Como pudo, se recompuso y siguió adelante sin darle las gracias al pequeño. Pero la cosa iba de mal en peor. Al doblar uno de los pasillos se encontró, al fondo, a su vecina. Ésta lo identificó al momento.

– ¡Julio! – gritó moviendo el brazo.

No podía ser, lo había reconocido. Y lo peor es que se encaminaba hacia él. Julio bajó la cabeza, dio media vuelta, y apresuró el paso como si aquello no fuera con él. Por el rabillo del ojo vio a Antonia frenarse. Mejor así. No quería contagiarla ni tampoco contarle el porqué de su extraño comportamiento. Ahora debía de escapar de aquella trampa como fuera.

Se dirigió directamente a la caja, nervioso por volver a ver a la cotilla de su vecina y no poder escapar esta vez. Pagó, salió a la calle sin problemas y aceleró lo que pudo. De repente, una vibración en el bolsillo de su chaqueta le vuelve a fastidiar. Coge el móvil y ve que ha recibido un mensaje. Mientras intenta abrirlo, tropieza y se cae de bruces en la acera. La compra se desparrama por todas partes. Los viandantes se acercan a intentar socorrerle. Incluso alguna cajera del supermercado sale en su ayuda.

El panorama era dantesco. Miró hacia arriba. Un corro de personas le rodeaban, le atosigaban y le intimidaban. Estaba a punto de tener un ataque de ansiedad. Uno de sus acosadores cogió el móvil del suelo y le dijo que podía llamar a algún conocido que viniera a recogerlo.

Julio estaba en estado de shock. No podía hablar. El viandante buscó en la agenda del anciano y se extrañó de encontrar solamente un número registrado.

– Puedo llamar a este Alberto, ¿es algún familiar?  – le preguntó.

El grito dejó helado a todos los que allí se encontraban.

– ¡¡¡Noooooooo!!!

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