Hace unos años se detectó en la ciudad china de Wuhan una enfermedad causada por un virus. Llegó a numerosos países, sin embargo, hasta que no llegó al nuestro hablábamos de él como hablamos de las continuas guerras que transcurren en otros países, hablábamos de él como algo que no nos afectaría en absoluto.
Cuando el virus empezó a propagarse por nuestro país, se empezaron a tomar medidas de prevención, que de poco sirvieron. Fueron muchos los que se inquietaron, sin embargo, había quienes creían que era más grave el alarmismo social que el propio virus. Poco más tarde, gran parte de la población comenzamos a hacer nuestras labores en casa y, al cabo de unos días, solo nos dejaban salir de ella para hacer la compra. Todo aquello parecía de película. Todos parecíamos otras personas. Solíamos aplaudir todos los días desde los balcones la labor de los sanitarios, que se enfrentaban en primera fila a la enfermedad, ayudando diariamente a los pacientes infectados y hacíamos sonar las cacerolas y grandes ollas cuando el pueblo quería dar su opinión acerca de algo. Había algo en el aire que nunca antes habíamos presenciado. Nos sonreíamos de ventana en ventana para apoyarnos los unos a los otros, nos felicitábamos los cumpleaños con enormes y coloridas pancartas y cantábamos Sobreviviré a pleno pulmón.
Sin embargo, transcurrieron más de tres semanas sin salir de casa y comenzamos a confundir los días, se nos nublaban las horas y se nos agotaban los músculos de no poder movernos. Se nos estaba acabando el catálogo de las películas y series, volaban las páginas de los libros que llevaban meses cogiendo polvo en las estanterías e incluso en ocasiones los alumnos deseaban que los profesores mandaran más trabajo, y los trabajadores que llegaran a sus manos más problemas que resolver. En esas fechas se produjo el cambio de hora, los días empezaron a ser más largos y las noches más cortas. La primavera empezaba a relucir sin que nadie pudiera observarla. Las flores acariciaban los escasos rayos de luz. La primavera ese año no nos alteró la sangre como se suele decir y ese año tampoco nos afectaron las gramíneas a los alérgicos.
Y entonces entendí el mensaje. En Venecia se pudo ver, por primera vez en mucho tiempo, los peces que habitaban sus aguas. Retornaron animales que pensábamos que solo existían dibujados en los cuentos y los cielos se limpiaron, pues la reducción de los vuelos y el encierro obligado dio un respiro al planeta. Sin embargo, volvimos. Volvimos a las calles, volvimos al trabajo y al colegio. Volvieron las fábricas, los vuelos y volvió el tráfico en las grandes carreteras. Y supongo que la Tierra lo sabía, pero simplemente necesitaba descansar un tiempo de tanta crueldad.
Oihane Molinero García (a 6 de abril de 2020)