Sobre un rugoso altar
que preside la impoluta encrucijada,
del incierto reo condenado,
crecen zarzas requemadas,
por unos carbones ardientes,
y una enhiesta bandera,
que proclama con orgullo:
¡Culpable!
Cubriendo el terroso pavimento,
pace una jauría impaciente
de corderos soñolientos
que rumian inconscientes,
sus plácidos alegatos y exclaman:
¡Culpable!
El culpado omnipresente, inapelable,
sonríe y regala complacido,
un fluido torrente de riquezas,
y alzando las manos y sus miradas,
perdona, y apura las urgencias,
de los mansos portadores,
de la breve copa de cicuta.