Estaban siendo unos días muy intensos, de emociones conectadas con la parte más profunda de cada uno de ellos. Se sentaron a descansar un ratito, sólo un pequeño momento disfrutando del tiempo y de la comida tan sabrosa de Évora.
Las columnas corintias del templo a Julio César eran lo único que se mantenían en pie de aquel edificio erigido en el siglo I, imponiéndose orgullosas al paso de los miles de años, pero Benedicta les guardaba una sorpresa.
– El templo nació dedicado a Diana -dijo con una sonrisa tierna como si parte de su alma aún recorriera descalza por el empedrado de aquellas calles antiguas veinte siglos atrás.
Juan y Uxía se miraron sin entender. La tía siempre tenía algo que contar, algo de lo que tirar para alguna de sus historias, así que dejaron que hablara, que los maravillara con su voz cálida. Sin embargo, en medio de la explicación, hubo un silencio abrupto e inesperado, con el ceño fruncido y los ojos fijos mirando muy lejos, junto a un temblor que ninguno de los dos esperaba:
– ¡Tenéis que cuidar de Dana! -gritó, rompiendo el silencio entre triste y enfadada- ¡¡Tenéis que cuidar de Dana!!- su voz se fue haciendo más dura, los gritos estremecían.