De mi novela, Los Velos del Laberinto.
La Glorieta de los Lotos, era una explosión de colores y olores
que embargaban de felicidad los sentidos, la primavera estaba a la
vuelta de la esquina, Macarena sentada en el mismo banco donde su
marido fabricaba sueños cuando joven, aspiraba gozosa la luminosa
mañana.
José, feliz y sosegado se
abandonaba a la sensación de haber regresado al vientre materno.
Sabía que el círculo eterno había concluido, que los tiempos se
habían encontrado a la espera del comienzo de un nuevo ciclo.
Estaba en paz, las heridas se habían cerrado, tan solo
permanecía el dolor agridulce que le acompañaría hasta el final.
Había aprendido a aceptar sin doblegarse.
Se reencontró con aquel personaje indefenso, soñador y
compungido que perseguía quimeras incapaz de arribar a puertos
seguros; le acompañó en sus trastornados peregrinajes, sufrió otra
vez los sufrimientos y suspiró aliviado sus consuelos. El niño,
el muchacho, y el hombre, comparecieron ante él y demandaron su
veredicto. Él, no pudo menos que hablarle del amor, la inocencia y el
desarraigo; y de todo lo que ocultaban los velos de la enigmática
diosa olímpica.
Atemperados los remordimientos, el pasado emergió carente
de impurezas.
En la glorieta de su juventud, ahora la primavera era más
primavera, el cielo vestido de azules y níveos algodones adornaba la
recién estrenada mañana. José, respiraba, vivía, y soñaba; esperaba el
final tranquilo, sosegado, sin prisas, sabiéndose a salvo, satisfecho de
haber rasgado los velos de su infinito laberinto…