Alguien dijo una vez que cuanto más poderosa es la armadura, más frágil es el ser que la habita. Esta sencilla frase puede servirnos ahora para describir el actual estado del ser humano. Y es que nunca como hasta épocas recientes hemos tenido la posibilidad de sentirnos protegidos, a salvo de mayores peligros que no fuesen las preocupaciones cotidianas que afectaban al aspecto económico o alimentario.
Las demás preocupaciones quedaban relegadas casi a un segundo plano, tales como las cuestiones amorosas, el protegernos de la delincuencia o el intentar curarnos de alguna enfermedad siguiendo el correspondiente tratamiento médico. En el mundo moderno, y sobre todo en los países desarrollados, hemos ido eliminando lentamente la sensación de peligro por culpa de la falsa creencia de confort provocada por la comodidad. La idea de que un enemigo nos amenaza desde más allá de nuestras fronteras ha llevado a nuestros gobiernos a invertir ingentes cantidades de dinero en armamento, en preparar y abastecer a un ejército con todo tipo de maquinaria sofisticada cuya capacidad tecnológica es capaz de desafiar nuestra propia imaginación.
Y eso sin tener en cuenta la descomunal inversión que algunos países realizan en la llamada `carrera espacial´. Cientos de aparatos recorren ahora mismo la órbita terrestre, unas veces para proporcionarnos cobertura telefónica, otras para espiar los posibles avances de la competencia y la mayor parte de ellas para cumplir con ambas misiones al mismo tiempo. Sin embargo, todos parecen haber dejado a un lado un pequeño detalle: ¿y si en realidad el principal enemigo contra el que deberíamos habernos preparado para luchar fuese invisible? Porque teniendo en cuenta los estados de emergencia decretados en muchos países con el objetivo de frenar el avance del Covid-19 y su posterior erradicación, hemos podido darnos cuenta de que casi la totalidad de los gobiernos más importantes del planeta han estado jugando a los soldaditos mientras una amenaza monumental se cernía a nuestro alrededor. Una amenaza silenciosa, que no venía armada, que no anunciaba su llegada en televisión ni concedía entrevistas y que lo único que pretendía era introducirse en nuestro organismo con la intención de realizar los mayores destrozos posibles. Y de pronto la humanidad en su conjunto ha hecho otro descubrimiento aterrador: no somos tan fuertes como creíamos, de hecho ha quedado evidenciado que somos una especie extremadamente frágil. Hemos pasado de invertir miles de millones en armamento con el objetivo de demostrar quién la tiene más grande, a entrar en una carrera desesperada por encontrar la vacuna que resuelva la creciente urgencia de salud publica en la que nos encontramos. Al mismo tiempo, los gobiernos de medio mundo se han dado cuenta de que la prioridad ya no es la de adquirir el avión más ultra moderno con el cual asombrar al resto del mundo en los desfiles militares, sino simplemente la de reunir el mayor número de mascarillas y guantes posibles. Algo que, cosas de la vida, puede crear cualquier sencilla costurera en el salón de su casa con un coste ridículo en comparación con los presupuestos que manejan los distintos ministerios de Defensa.
Y es ahí donde se encontramos nuestra verdadera fragilidad como especie, en anteponer los intereses financieros a los personales. Porque, ¿cómo vamos a declararle la guerra a un organismo microscópico al que, por razones obvias, ni siquiera podemos atacar clavándole una simple flecha? Yendo más allá y sin entrar a valorar los motivos que puedan tener los gobiernos en emplear grandes sumas de dinero en la producción y venta de armas de fuego, lo cierto es que de nada sirve que creamos que vivimos en un estado de derecho que vela siempre por nuestra seguridad, si de pronto nos vemos obligados a encerrarnos en nuestros hogares porque ese mismo estado reconoce no contar con los medios adecuados para protegernos.
Los gobiernos y sus líderes han estado peleándose desde hace años por cuestiones que ahora nos resultan triviales. Como resultado de ello cientos de personas están sufriendo las consecuencias del progresivo deterioro de uno de nuestros pilares fundamentales de la sociedad: la sanidad. Las escasas inversiones realizadas desde hace décadas, tanto en material sanitario como en el número de profesionales, han traído consigo auténticos dramas personales difícilmente reparables. En cualquier caso, nunca es tarde parar reparar los errores cometidos y asegurarnos de que nunca más vuelvan a suceder. Para ello será preciso que tomemos conciencia de lo que realmente nos estamos jugando, que no es otra cosa que nuestro propio futuro como seres vivos.
Puede que hasta la naturaleza misma nos haya enviado un mensaje cifrado, una especie de aviso sutil de lo que podría llegar a suceder si continuamos comportándonos como simples depredadores. Sí, somos frágiles, mucho más de lo que siempre hemos creído. Y tal vez ese sea el camino, porque cuando alguien toma conciencia de su fragilidad, al instante se reencuentra con la sensibilidad, lo que inevitablemente nos conduce a la empatía, que es la base de un pensamiento productivo que se pone a trabajar en beneficio del bien común en detrimento del bien personal.
Estamos avisados.