Diego abrió los ojos lentamente, sintiendo un cansancio que hacía tiempo que no recordaba, de esas veces en las que las limitaciones del cuerpo humano se imponían a la magia de su ser.
Miraba al techo, sintiendo la respiración pausada de Isaura sobre su torso, encogida bajo su brazo parecía más pequeña que la gran bruja que era. Una vez más, la presencia física, el disfraz elegido se imponía sobre la profundidad del alma, acarició los mechones con amor, no podía dejar de pensar.
Se volvió a su cabello largo, ondulado y naranja. Tanto tiempo solo, tanto tiempo dedicado a cuidarlos a todos y, de pronto, flaqueaba ante la presencia de aquella mujer, que tenía deseos tan humanos como vivir, amar o formar una familia. La sencillez de aquel pensamiento lo volvía loco de una forma inexplicable. No era parte de su esencia sentir así y aquel sentir resultaba ser lo más hermoso que jamás había vivido. Hasta que la conoció, lo tenía todo claro, sabía cuál era su misión, conocía perfectamente su objetivo y, de pronto, de pronto… ¿qué? Podía comprender la duda manifestada por Isaura en su dolor, ¿por qué se les prohibía algo tan íntimo, tan pleno en pro de una guerra que no tenía final? Y tenía que hacer auténticos esfuerzos por no caer cuando descubría los ojos verdes de la mujer teñidos de amatista, anegados, pidiendo explicaciones que ni él mismo podía darle. No se trataba de un por qué ni siquiera de un para qué, a veces las cosas simplemente son, y ellos eran lo que eran.
Aspiro el aroma de su cabello rubio como hoguera de San Juan, reprimió las lágrimas ante lo inevitable, y se levantó en silencio, evitando girar la cabeza, en un acto que lo llenaría de nuevas dudas. Se vistió con la sensación de que cada movimiento pesaba más.
La herida de la pierna estaba curada…los corazones eran otra cosa.
El druida cerró fuerte los ojos, negó con rabia y se acercó a la puerta.
Era hora de marchar.