Sus ojos miraban hacia la tumba sin ver realmente, perdidos muy lejos de allí. Ya no había dolor por el duelo, sólo la costumbre de vivir con un hueco en un rincón del corazón…justo allí donde molestase poco. Los recuerdos bonitos eran más grandes que los recuerdos tristes y a eso se aferraba para ir calmando los latidos que amenazaban con vestirse de ansiedad.
Posó con cariño las únicas flores que se permitía usar en estos casos: dos rosas blancas y una ramita de lavanda. La inocencia y el espíritu de los ángeles, las almas libres volando al cielo -ese era el significado nunca dicho.
El viento empezó a juguetear con su pelo, soltándolo del recogido flojo que llevaba aquel día. Al principio era un airecillo suave, después cogió fuerza, secó sus lágrimas.
– Y pensar que, de alguna manera, todo empezó aquí.-
Fue lo único que dijo a alguien que ya no escuchaba. No dejaba de pensar cómo la muerte de alguien podía hacer cambiar la percepción de la vida y del mundo, cómo dejaban de importar tantas cosas que parecían esenciales y cómo todo se volvía más sencillo.
El viento había sido suficiente para borrar sus lágrimas.
Su corazón latió con gratitud, metió las manos en los bolsillos de su gabardina y se fue.