Mi familia suele reunirse en el pueblo durante unas cuantas semanas todos los veranos en torno a mi padre, un hombre muy mayor que disfruta mucho de la compañía de todos nosotros, a pesar del ruido y el ajetreo que conlleva tener alrededor a catorce personas, dos de ellos niños, sus biznietos.
Jorge, de cinco años y Elena, de dos, son dos pequeños encantadores, nietos de mi hermana. Mi relación con Jorge ha sido siempre muy buena: es un niño abierto y amistoso, dispuesto siempre a sacar partido de los adultos que lo rodean, pidiendo que le lean cuentos, le cuenten historias, que sean testigos de sus progresos en la pintura o compañeros de juegos, ya sea con la pelota, la bici o en la piscina. Como somos muchos, siempre hay alguien a su disposición, pero además tiene la virtud de no enfadarse nunca si recibe una negativa, se limita a buscarse a otra persona dispuesta a seguirle en su juego y, si no hay nadie, se busca la vida y juega solo. Se adapta.
En cuanto a Elena, muy pequeña aún, es particularmente simpática y despierta, comienza a hablar y tiene la gracia de todos los niños a esa edad. Sin embargo, por algún motivo que desconozco, no quiso incluirme dentro del círculo de sus amistades. Los primeros días, tras mi llegada, lo considerábamos normal, por aquello de la novedad y el recelo que los niños pequeños sienten hacia los desconocidos –hay que tener en cuenta que no nos veíamos desde navidad-, pero los días iban pasando y no daba muestras de ir a aceptarme como parte del grupo familiar. Me miraba con desconfianza y no me permitía acercarme a ella. A pesar de su lengua de trapo, decía con claridad: «esa no», refiriéndose a mí, tanto si me ofrecía a darle la merienda como si intentaba atarle los zapatos. Ni siquiera cuando salíamos a pasear, quería ser llevada en brazos y nadie más que yo se ofrecía, consentía que la tocase. A pesar de su naturaleza risueña, a mí siempre me miraba muy seria, cuando se rebajaba a mirarme.
Intenté diferentes maniobras, tengo que reconocer que aquello se convirtió en un reto personal. Procuraba contarle cuentos particularmente atractivos a su hermano cuando ella rondaba cerca o me ponía a pintar con él. Ella nos miraba desde lejos, yo sabía que aquello le apetecía, pero cada vez que le preguntaba si quería unirse a nosotros se daba la vuelta y se marchaba.
Había dos actividades que le interesaban especialmente: una de ellas era alimentar a los gatos que merodeaban alrededor de la casa y la otra consistía en ir a la iglesia para ver a los murciélagos que vivían bajo sus tejas, animales de buen tamaño que salían a docenas al anochecer, y que la tenían fascinada. Pues bien, ni en eso me consentía que la acompañase, cualquiera valía menos yo. «Esa no», era la expresión cortante y, no lo negaré, algo humillante para mí. El asunto se convirtió en motivo de chanza en la familia, y llegados a ese punto, decidí desentenderme. Si la niña no quería saber nada de mí, no pensaba amargarme la vida con ello, dejé de insistir.
A mí, como a mucha gente, me gusta el chocolate, especialmente el negro con trocitos de almendra y de naranja y casi siempre como un trozo después de comer. Un día, instantes después de darle el primer mordisco, Elena entró en la cocina, vio el chocolate, me miró, pensó durante breves instantes y, finalmente, señalándolo con el dedo, dijo: «eate», la primera palabra distinta de «Esa no» que me dirigía en todo el verano. Era una ocasión que no había que desperdiciar, de modo que abrí la nevera, corté un trozo, se lo dí y, en aquel momento, me miró como si me viese por primera vez, como si me reconociese como individuo perteneciente a su misma especie, me dí cuenta de que comencé a existir para ella gracias a aquella onza de chocolate. No obstante, se dio media vuelta y se fue a comerlo al salón, junto a su madre.
Ilusa de mí, pensé que aquel acontecimiento marcaba un antes y un después y que sellaría nuestra amistad, pero no fue así. A partir de entonces, cada vez que nos encontrábamos, pronunciaba la palabra mágica, «eate», y esperaba acontecimientos. Dado que no se le permitía comer chocolate más de una vez al día, yo le explicaba que solo podía dárselo si su madre o su padre lo consentían, de modo que ella debía ir a preguntárselo y, solo en el caso de recibir su permiso, venir a pedírmelo a mí. La primera vez que le hice dicho razonamiento me miró muy seria, como quien constata un hecho lamentable, pero esperado: estaba claro que yo no servía ni siquiera como proveedora de chocolate. No se molestó en ir a preguntar a sus padres, sabía de sobra la respuesta, se dio la vuelta y se fue. Sin embargo, tomó como costumbre decir «eate» cada vez que nos cruzábamos, al fin y al cabo el asunto funcionaba una vez al día y tampoco le costaba mucho trabajo intentarlo. De esta manera, mi nombre pasó de ser «esa no» a «eate», una mejora sustancial que agradecí.
Tengo que decir que, a pesar de toda la resistencia que ofreció, mis intentos de acercamiento dieron finalmente sus frutos y, al final del verano, tras muchas visitas a los gatos, muchos murciélagos sobrevolándonos, muchos aullidos a la luna, muchos cuentos y muchas ahogadillas que le permitía que me hiciese en la piscina, llegamos a ser amigas, aunque mi principal papel seguía consistiendo en proporcionarle chocolate. Pero consintió en llamarme por mi nombre, convenientemente transformado, eso sí, dado lo difícil que le resultaba pronunciarlo. Así, en lugar de Victoria, pasé a llamarme algo parecido a «cebolla». Gracias a Elena y a mí, mi familia pasó muy buenos ratos el verano del 2019.