Tenía la tez pálida, como una muñeca de porcelana. Sus mejillas sonrosadas estaban enmarcadas en unos círculos perfectos y plagados de pecas estratégicamente situadas. Estas eran tenues y no se oscurecían en verano; nunca había estado expuesta completamente a la luz del sol. Solo en algunos momentos, cuando entraban algunos rayos a través de las rendijas de la persiana colocada en la ventana de la habitación.
No tenía nombre. Poseía un largo pelo rojizo, formado por ondas un tanto rebeldes, que harían pensar que no podría domarlo fácilmente, sobre todo contra el viento. Ella lo llevaba perfectamente controlado en un peinado y tensado moño alto, justo a la altura de la coronilla.
Se metía en su papel a diario, con su malla blanca y su falda de tul en forma de plato del mismo color. Sus zapatillas eran de un rosa empolvado, y las llevaba perfectamente anudadas desde sus tobillos, con una cinta de raso que trepaba con elegancia sobre sus piernas, vestidas con unas medias en un blanco nacarado, que las hacía brillar aún más por la tensión de su postura. Siempre estaba colocada en punta, una posición con mucha complejidad, pero sus piernas lucían impolutas, perfectas, como si jamás se hubiese caído, como si nunca se hubiese lesionado, como si no las hubiese utilizado para bailar.
Siempre soñó con actuar en un gran teatro, con colocarse una diadema llena de plumas blancas, algún brillante y coronarse en el ballet clásico con La muerte del cisne. Fantaseaba con conquistar al público junto al soldadito de El cascanueces y lograr así encadenar papeles protagonistas; ¿vestir de rojo en Don Quijote tal vez… o sucumbir a la oscuridad en El cisne negro?
Nunca llevó pendientes, ni siquiera unas pequeñas circonitas o unas discretas perlas; no tenía agujereadas las orejas. Estaba siempre en la posición precisa para comenzar a bailar, y, desde que sonaba la música, empezaba a dar vueltas y vueltas sin parar, con una perfección imposible, manteniendo su delgado cuerpo sobre sus torneadas piernas y sus pequeños pies colocados uno delante del otro, sobre sus puntas.
Soñaba con viajar a cualquier lugar en el que pudiese pisar un teatro o escenario, para bailar bajo la ordenada música dirigida por una batuta de gran orquesta. Anhelaba tener más público presente que las perlas que me regalaron de pequeña y las joyas de la abuela; la pulsera de abalorios que me hizo el abuelo o el broche que heredé de una tía que se había ido en busca de aventuras por Europa al cumplir los cuarenta.
Ella era la bailarina de la caja de música que me había regalado mi madre cuando era pequeña. Nunca salió de su caja. Nunca vio más vida que la que tenía en aquella habitación, pero siempre estaba preparada para su siguiente actuación.
El pasado 29 de abril fue el Día Internacional de la Danza.
Siempre recordaré ver a mi hermana, la más pequeña, bailar La muerte del cisne, una pieza que se baila en solitario y con los pies en punta casi toda la actuación, muy elegante y que desborda emoción.
Siempre he creído en el poder curativo que tiene el baile, en cualquier estilo. Yo soy de esas que baila a solas, que se lanza a las pistas de baile sin pensar, de las que escucha música paseando por la calle y se emociona al ver a las personas mayores dando sus pasos de baile en pareja, sonriendo, a su ritmo, pero sin parar, y a los niños y niñas moviendo sus cuerpos bajo el libre albedrío.
Soy de las que inventaba coreografías de pequeña. Tenía zapatos de flamenca, unos rojos y otros color azul eléctrico, ambos plagados de lunares. Me gustaban los vestidos y faldas de volantes, para darles movimiento cuando mi cuerpo me pedía baile. Me gustaba la ropa ochentera que veía en los vídeos musicales, ir a las verbenas y escuchar los vinilos de mi padre de música disco, rock, R&B y Soul.
Llámame loca, pero creo que vivimos en un mundo en el que se debería bailar más.
Como decía Nietzsche: «Aquellos que eran vistos bailando eran considerados locos por los que no podían escuchar su música»