El abandonado cuartucho en casa de la tía Adela está casi vacío, falta la cama donde dormían ella y su hija, el destartalado ropero ha desaparecido, el techo sobre la enrejada ventana se cae a pedazos, cuando llegue el invierno con sus lluvias la vivienda será inhabitable.
El cuarto exhala una insoportable sordidez, sobre el único camastro yace encogido de dolor José, el marido de Adela, quien me mira con ojos de aplastante tristeza. Adela y sus hijos aparecen en la escena desdibujados, interpretando sus papeles de meros comparsas.
Me acerco pausado al lecho donde José se está muriendo. No tengo nada que decirle, en ese momento primordial, la muerte es un trance solitario, no necesita de frases ni de miradas huecas. Acerco mi cara al cenizo rostro de José, quien exudando gozo asiente con los ojos. Es el momento íntimo del entendimiento. José no habla, no puede, yo no digo nada. Los dos disfrutamos del trance ineludible. Mirándonos cómplices a los ojos, permanezco al pie del lecho, hasta que José dibuja una milenaria sonrisa de despedida…
Fue en Sevilla.