Tengo diez años, vivo con mi madre en el segundo piso de un edificio habitado por gente pudiente. La entrada de la vetusta vivienda tiene una puerta pesada y alta remachada con adornos de hierro, en el centro hay un inútil aldabón que no se usa. El impresionante portalón permanece abierto desde las seis de la mañana hasta las once de la noche. La calle donde está ubicado es estrecha, empedrada con adoquines de granito ceniciento. Frente a la vivienda, está la entrada de la iglesia que abarca toda la manzana. Los portones, el de la iglesia y el del edificio, parece que se desafían a ver cuál protege mejor, el uno, a los terrenales habitantes de la casa, el otro, a las divinidades encarnadas en las pétreas imágenes del templo.
La iglesia de enfrente representa para mí lo trascendental, lo ajeno a lo cotidiano… el colegio con sus maestros intransigentes… las caminatas desde donde la abuela, cargado con el canasto de mimbre y las fiambreras de aluminio conteniendo los guisos que la tía Carlota prepara porque mi madre no cocina.
Cuando los portones de la iglesia se abrían, el olor del incienso que se esparcía vaporoso por la calleja empedrada me transportaba a la Semana Santa con sus aires festivos cargados de olores a golosinas y friturillas. El incienso liberado a través del portalón despertaba mis ansias misioneras. Ardía en deseos de llevar la palabra del Cristo doliente, no solo a los negritos y chinitos de allende los mares, incluso a los golfillos de mi barrio, quienes al fin y al cabo tenía más a mano.
En aquella vivienda, con su entrada de piedra imitación del más genuino mármol de Carrara, pasé varios meses feliz por vivir con mi verdadera familia, mi madre y mi hermanastro Alonso. De aquellos días conservo agradables recuerdos, —vivo en casa de mi madre—, me repetía una y otra vez contento…
Era un mediodía de octubre, hacía fresco, el sol brillaba muy presente, recortado en el cielo azul increíblemente limpio de nubes. Me hallaba en la azotea, me gustaba corretear allí arriba entre la ropa tendida en el enrejado de cordeles donde las mujeres colgaban la colada. Entre el ondular de las sábanas imaginaba hallarme sobre la cubierta de un gran navío de guerra donde los marineros baldeaban el agua del mar sobre esta, pulida de tanto restregarla con sus sendos cepillos de esparto.
El sol templaba el frío de octubre, en el cielo revoloteaba una bandada de ruidosas golondrinas en su emigrar hacia las tierras africanas. Cansado de corretear y navegar en el bergantín a mi mando, me tumbé en el suelo de cara al radiante cielo azul, cerré los ojos… una brisa fresca serpenteaba por mi cara acariciándola, me amodorré lleno de pacífico bienestar.
Despacio entreabrí los ojos, enfrenté el azul y el oro, en aquel preciso momento dejé de ser el niño contento de vivir por primera vez en casa de su madre y fui el niño hombre, los niños, los hombres y también los pájaros que alborotaban apresurados. Fui parte del todo, en una fracción mínima atesoré la comprensión infinita, la arbitrariedad de la creación.
Una sensación de felicidad me embargó y creció hasta disolverse en un espeso mar de negrura. El tiempo mostró su razón de ser. En un suspiro, el instante se tornó realidad, en la nada, más allá de falaces raciocinios, lejos de cualquier comprensión. El momento se hizo vacua eternidad. Experimenté tal pena, que ni siquiera la pude canalizar hacia el llanto, el negro vacío se me insinuó y me envolvió con sus mefíticos vapores… Cuando advertí la imposibilidad de aceptar la verdad revelada, abrí los ojos y me fui corriendo escaleras abajo, atraído por el apetitoso olor del guiso que gorgoteaba en la olla listo para el almuerzo.
Fue en Sevilla.
Paco Albiac.