Las brujas fueron siempre perseguidas porque iban en contra de la ley de Dios, ese dios castigador y manipulador (nada tóxico) que decía «si no crees en mí, atente a las consecuencias»; ese dios egocéntrico y narcisista que imponía su dictadura de «debes amarme sólo a mí por encima de todas las cosas». En un mundo en el que se desconocía lo que era la enfermedad física, cualquier cosa que atentara contra el cuerpo era una prueba del amor de Dios… («de» o «a», también depende de como se vea).
Lo cierto es que no era un castigo, no, era una prueba. Y llegaron ellas, las que, a fuerza de observar la naturaleza, comprendieron la conexión tan íntima entre una planta y un mal del cuerpo. Con su sabiduría curaban enfermedades, se enfrentaban a las «pruebas de Dios», así que la idea era inevitable: si vas en contra de Dios, estás al lado del diablo. Condenadas por siempre, las gentes de los pueblos las buscaban a escondidas cuando la desesperación hacía mella en sus creencias.
Ellas percibían vida, vibración y energía en todo lo que las rodeaba, mientras los paganos se mantenían ciegos porque el miedo pesaba más.