La pava real se despertó una mañana mucho más tarde de lo que tenía por costumbre, el sol estaba ya alto. Dirigió una mirada a sus congéneres y vio que muchos de ellos dormían aún, había algo extraño en el ambiente. En seguida se dio cuenta de que lo verdaderamente inusual era el escaso ruido que llegaba desde la autopista que atravesaba la ciudad. Curiosa, caminó hacia el borde del parque, observó que el tráfico no se había detenido completamente pero sí se había reducido mucho, lo suficiente como para explicar la prolongación del sueño de los de su especie. El hecho de que hasta el macho alfa, que presumía de ser el más madrugador, estuviese también dormido, le hizo sonreír internamente. Él, tan grande, tan preocupado por su plumaje, orgulloso de sus brillantes colores, tan vanidoso ante los visitantes que venían a contemplar su exhibición que, día tras día, repetía varias veces… Por la mañana ante las mujeres que paseaban a sus bebés, por las tardes frente a los niños, ruidosos y entusiasmados ante el despliegue de sus plumas de colores y el esplendor de su baile… También lo hacía ante las parejas jóvenes que frecuentaban el parque, aunque había que decir que estas últimas no le concedían demasiada atención, demasiado concentradas en sus propios asuntos, más relacionados con su observación ─y exploración─ mutuas que con las actividades de otras especies, por llamativas que fuesen.
«Bueno, está bien que haya poco ruido, los humanos finalmente empiezan a darse cuenta de las tonterías que cometen y se lo toman con calma», pensó. Y se dedicó a sus propios asuntos, consistentes en buscar alimento ahora que la primavera comenzaba y los insectos empezaban a aparecer. No le gustaba la dieta del invierno que les traían los cuidadores del parque, casi siempre a base de comida similar a la que daban a sus mascotas: era ciertamente nutritiva, pero no podía comparase con los deliciosos saltamontes, los gusanos y orugas verdes que se camuflaban entre las hojas que empezaban a crecer, las arañas que comenzaban a tejer sus telas o los caracoles y babosas que, tal vez por escasos, eran aún más valorados por su especie.
La mañana no se le dio mal en dicho aspecto, pero a medida que avanzaba el día la sensación de extrañeza fue creciendo. Ningún humano entró al parque, salvo el empleado municipal encargado de traerles comida, que ella no probó, más atenta a las palabras que éste les dirigía, algo tan inusual como el parque desierto. Lamentó entonces no comprender su lenguaje, estaba segura de que le hubiese dado una pista sobre las razones a las que obedecía ese silencio, esa absoluta falta de presencia humana.
De naturaleza curiosa, la pava no se preocupó, sin embargo, no como el macho alfa, que aquella mañana no ejecutó su baile y que dirigía su mirada expectante en todas direcciones, ansioso por encontrar a su público, que siempre lo premiaba con golosinas a las que se había acostumbrado y que lo liberaban de andar buscando insectos, como hacían las hembras. Ella, en cambio, decidió explorar el límite superior del parque, un lugar en el que rara vez se aventuraban, la zona que limitaba con las viviendas de los humanos. Observó con extrañeza que también aquello estaba vacío.
La nueva situación se mantuvo durante días y, al cabo de una semana, decidió romper la barrera, atreverse a salir del recinto donde se había desarrollado toda su vida hasta el momento, salir del parque, ver qué había más allá. Y encontró calles desiertas, pero también árboles en las calles, también insectos. Y descubrió que los humanos no habían desaparecido, los vio y los oyó en sus ventanas y balcones, enfocándola con aquellos objetos rectangulares a los que eran tan aficionados. También le tiraban comida, que ella aceptaba gustosa mientras paseaba tranquila por las calles desiertas. Por la noche volvía al parque, para no perder el contacto con los suyos, a los que narraba sus nuevas experiencias y trataba de animar para que la siguiesen. Finalmente consiguió que lo hicieran, hasta el macho alfa accedió cuando ella le contó que la gente le arrojaba comida desde los balcones, tentación a la que ella sabía que no podría resistirse. Llegó incluso a realizar su exhibición ante una concurrencia entusiasmada, que aplaudía enajenada y que premió sobradamente sus esfuerzos lanzándoles todo tipo de golosinas. Todos ellos, pavos y pavas, estaban asombrados y encantados.
Cada día se aventuraban más y más lejos, hubo un día que ni siquiera volvieron al parque a dormir, porque encontraron un nuevo lugar, un recinto más pequeño pero igualmente confortable y porque, además, la comida no les faltaba nunca.
Aquella, su primera noche lejos del hogar, la pava se preguntaba cuánto duraría la situación, cuánto tardarían los humanos en salir de sus encierros, cuándo se restablecería el orden natural de las cosas tal como ella lo había conocido durante toda su vida, pero resolvió no preocuparse y disfrutar de las vacaciones que la vida le había ofrecido por sorpresa, tiempo habría de volver a la rutina.