A veces es como si estuviésemos convencidos de que las cosas sólo pueden ser, si son, difíciles.
Esfuérzate por salir adelante, trabaja duro por tus sueños, insiste hasta perder la salud, déjate la vida en…Y, de pronto, alguien sugiere que nos hemos olvidado de escuchar a nuestro subconsciente; que, en ocasiones, éste que está menos contaminado que nuestra percepción consciente, grita diciéndonos cuál es el camino adecuado. Tan sencillo como que si fluye, es por ahí; si hay que forzarlo, no. Si tuviésemos capacidad de aceptar esta pauta, no habría culpabilidad por rendirse. En ocasiones, es necesario tirar la toalla…tirarla, quemarla y pisotearla incluso. Lo que era válido ya no lo es. Lo que creíamos que teníamos que hacer ya ha perdido el sentido. Pero, nos puede la idea de fracaso, culpa, error. Es muy difícil reconocer que uno se ha equivocado, es más fácil señalar mil culpables fuera (el otro, las circunstancias…). Sin embargo, la realidad es que, despejando estas ideas arcaicas, es muy liberador poner ese punto y final, poder decir «hasta aquí, ya no más»…¿Que me he equivocado? Pues, sí, me equivoqué; ¿Que esto no es para mí? Pues seguramente no lo es; ¿Que no puedo con ello? Pues, no, no puedo. Y se acabó. A otra cosa, mariposa.
El sistema no nos lo permite. Nos mueve en un campo de competidores, incluso hoy, que los objetivos van hacia el crecimiento personal, han cambiado la comparación con el otro a la comparación con uno mismo: «No seas mejor que nadie, sé mejor que tú mismo»… ¿por qué?…»No te rindas, puedes hacer cualquier cosa que te propongas». Mentira…Hay una necesidad continua de movimiento, de rendimiento, de funcionalidad. Y así ha pasado durante la pandemia con la gente encerrada en casa. Lo único que había que hacer era pararse y esperar. La realidad es que éramos ratones estresados por ello. No era el miedo a lo que pasaba fuera, era que, de repente, nos encontrábamos con nosotros mismos. Qué sí, qué mucho mindfullness, meditación, conócete y ámate, pero nunca nos vimos obligados a parar, quedarnos encerrados y vernos por dentro. En esa realidad, el espejo devuelve imágenes deformes.
En esa realidad, la persona se vio obligada a un cuestionamiento ineludible «¿qué estoy haciendo con mi vida?» La mayoría huyeron de ese despertar del inconsciente haciendo pan, buscando bailes, aplaudiendo en balcones o sustituyendo la actividad externa por la misma actividad online. La mayoría se hundieron en el movimiento frenético que los tuviese entretenidos para no pensar. Porque el encierro, no se lleven a engaño, si nos unió en algo fue en vernos por dentro, pero vernos de verdad. Y eso es duro. Duro y contradictorio, ya que mientras te levantas cada mañana con el despertador pegado en la oreja, te lavas la cara, te maquillas hasta el corazón para una nueva jornada y escuchas un podcast diciéndote «la salud mental empieza por uno mismo», piensas: no tengo tiempo. De repente, tienes todo el tiempo del mundo para ello y qué haces. Huir. Huir con las mismas opciones que te da un sistema competitivo que te necesita funcional, pagador de impuestos y activo: haciendo cosas que no retomarás una vez que vuelvas a estar libre. Pasada la pandemia, se dieron de baja mil cuentas de redes sociales, ya nadie hacía pan, se intentaron devoluciones de cintas de correr por falta de uso y un sinfín de cosas más que ocuparon aquellos días en los que el espejo dolía porque era el espejo del alma.
No hubo nueva realidad, aunque parecía una frase magnífica. La gente volvió a su vida, a su trabajo (los que pudieron), a sus rutinas; algunos más deprimidos y reflexivos porque en su pensamiento sí se habían quedado viendo a aquel rostro en el cristal, aquel que les ponía en duda o bien sus decisiones hasta la fecha o bien sus movimientos, ahogando a un corazón que latía por vivir, por tener tiempo para un atardecer en la playa, visitar a sus padres, reunirse con amigos, romper esa relación que ya no amaban, realizar un trabajo que les causara placer, dedicar toda la vida a una investigación o a un estudio determinado… en definitiva, llevaban en la retina de la memoria a su yo más interno preguntándole por qué hacían lo que se esperaba de ellos y no lo que realmente deseaban, cuánto más aguantarían así. Con el paso del tiempo, la voz se ahogó en post de lo que hay que hacer, en esa agenda vital escrita desde antes de que uno nazca, donde ya se fija todo: nace, crece, estudia, paga impuestos, trabaja, paga impuestos, ten hijos (funcionales), paga impuestos y cuando termines, ya si eso, puedes morirte. Y hazlo siempre dentro de los cánones establecidos, no se te ocurra romper, dudar, tomar decisiones diferentes o cuestionar lo realizado. Simplemente, obedece.
Nos venden una libertad que no existe, disfrazando imposiciones dictatoriales con normas de supuesta igualdad e inclusión ficticias. Nos creemos libres cuando comulgamos con ellas y discriminados cuando no. En el fondo, seguimos viendo fuera las respuestas que deberíamos elaborar dentro. Y es que fuera todo es mentira, es una ilusión, es el placer de otros; dentro está la respuesta, el amor, la libertad que nos enseñaron aquellos que, en un momento dado, privados de forma injusta de ella y maltratados hasta la extenuación, no se volvieron locos porque hallaron luz en su propia mente. Pero, llegar a un camino como ese supone ser capaz de verse al espejo totalmente desnudos y no nos han preparado para ello, las herramientas no son válidas porque están pensadas para fines externos.
Nunca he tenido muy claro el sentido de la vida, pero esta experiencia me dejó claro que vivimos huyendo…o sobrevivimos, supongo, depende de las circunstancias. Mientras tanto, la vida sencilla y nuestros sueños siguen ahí, esperando, en la oscuridad de un inconsciente que si lo navegas, tiene el brillo del universo plagado de estrellas.