Uxía pasó sin apenas prestarle atención a la Capilla da Nossa Senhora da Cabeça. Le hacía sentir molesta. Durante años, los vecinos de Valença, en Portugal, y los vecinos de Tomiño, en su querida Galicia, celebraban una fiesta anual medio pagana, medio religiosa, en la que el cura portugués se subía a una barca y llegaba a la parroquia española, donde ofrecía su cruz para ser besada. Luego, volvía a Valença con el cura gallego que hacía lo mismo con los vecinos portugueses, ofreciéndole la cruz de Tomiño.
La fiesta culminaba con gaitas gallegas y concertinas portuguesas, entre otros instrumentos, creando melodías cargadas de alegría y hermandad entre pueblos. Muchos comían dentro de las pequeñas barcas en el río, alumbrados con faroles de aceite. Otros se dejaban pasear por las orillas, cerca de las hogueras improvisadas, riendo, hablando o bailando, intercambiando viandas.
Todo terminó hacía poco tiempo. Un cura joven con ideas retrógradas que ni siquiera habían tenido los anteriores, de los que leen las misas en latín y se ponen de espaldas a los feligreses, de esos que culpan a la mujer si la familia tiene problemas y los niños no van a la iglesia. Un cura que decidió que lo religioso y lo pagano no se debían de mezclar. Un cura, al fin y al cabo, que rompió la hermandad entre los pueblos, creada antes de que los límites geográficos se contemplaran como muros entre buenos y malos.
A Uxía le molestaba ese pensar. Le daba náuseas. Le olía rancio como queso de pastor puesto al sol. Por eso, en el escaso instante en el que volvió su mirada a la capilla, tuvo la sensación de que aquella serpiente roja pintada en las escaleras, tenía forma de una lengua larga que se burlaba de todos los creyentes. La sorna era grande; lo que implicaba, duro de digerir. Los pregoneros del amor eran los que separaban a la gente.