La comodidad de su vida había hecho que el mundo adquiriera un matiz grisáceo, coloreado de ceniza mortecina. Parecía que un artista caprichoso hubiera sustituido su paleta llena de vivos colores por una de tonalidades melancólicas y monocromas. Incluso el ambiente olía a gris.
Quizás era la monotonía, que tenía la capacidad sobrenatural de robarle el color y el sentido a la existencia. Tal vez era él mismo, que se había acomodado perdiendo el espíritu aventurero que siempre le había caracterizado. Hasta su cuerpo había cambiado, decidiendo por voluntad propia crear un tapiz acolchado a su alrededor, con el que sentía la pesadez incluso más tangible.
Cualquiera que fuera el motivo, la realidad es que su vida se había convertido en un collage de comida, siesta, breve estiramiento y más siesta. Ni siquiera le alentaba el ir a importunar a sus humanos tirando objetos de incalculable valor para que estallasen contra el suelo. Tampoco le apetecía afilar sus uñas en las puertas, ya roídas de innumerables caricias gatunas y que más bien parecían papel deshilachado, al borde de la inanición.
Lo más estimulante para él, un orgulloso felino en la flor de su tercera vida, era otear por la ventana. Sobre todo, cuando aquellos grotescos seres salían de sus escondrijos. Eran grandes, más de lo que nunca en la historia conocida por los felinos se había visto. Sus cuerpos alternaban sendas y frondosas matas de pelo, sucio y apelmazado, con insolentes calvas, que dejaban a la vista iracundos parches de piel marchita. Sus dientes, largos y afilados caprichosamente, habían conseguido crear una nueva tonalidad de amarillo. A él le gustaba denominarla «amarillo impúdico», por su falta de buen gusto y decoro. ¿Dónde quedaban las costumbres de los antiguos roedores, que cuidaban con elegancia su dentadura? Menuda desfachatez.
Sin embargo, lo que más le inquietaba de aquellas bestias eran los ojos. Unas veces rojos, otras rojos y negros, pero siempre con un brillo que no acertaba a comprender. Malicioso, astuto, cruel. No sabía qué pasaba y eso no podía ser, él era un gato: debía saberlo todo. Lo que sí intuía era que aquella mirada no albergaba nada bueno. ¿Qué ocultaban los ojos de aquellos malditos roedores? ¿Qué tramaban esas ratas infestas e inmundas?
Se debatía entre la curiosidad y la pereza. Pasaron lo que a él se le antojaba como millares de días, aunque realmente fueron un par de horas. Y, como siempre, le pudo su espíritu husmeador.
Debía averiguar qué escondían aquellos ojos. Y más después de aquel oscuro y grisáceo día de otoño, cuando se asomó a la ventana y vio, azorado, los cuerpos despedazados de tres gatos del barrio junto a unas huellas sospechosamente parecidas a las de las ratas cuyos ojos le perseguían en sueños.
T.