Mi «Historia» de amor

Mi «Historia» de amor

Hubo un momento. Un momento único. El momento en que se abrieron mis alas por primera vez.

Le pregunté:

— ¿Te puedo querer para siempre?

Me contestó:

— Puedes quererme eternamente.

Desde ese momento, el tapiz y cada poro de mi piel, fuimos inseparables. Hasta que llegó el momento de la despedida.

Mi cuerpo empezaba a sentirse como si los años pasaran demasiado rápido: mis empeines, al estirarse, ya no podían tocar (ni siquiera rozar) la suavidad del tapiz; mis rodillas, que siempre tuvieron el problema de ser hiperlaxas hasta casi partirse hundiéndose hacia dentro, no hacían otra cosa que doblarse para respirar del dolor; mi abdomen, siempre apretado, dejó de esforzarse por mantenerse en forma; mi espalda, mi fiel amiga y compañera desde los dos años, se fue desprendiendo poco a poco de la magia que aportaba a mi cuerpo… Dejó de arquearse a su antojo y empezó a mostrarse perezosa al público, ya no me obedecía. Dolía. Mis brazos, que han sido siempre una prolongación de mí misma, dejaron de ayudarme a conseguir mis objetivos. Mi cuello, muchas veces escondido, empezó a imitar al cisne negro hasta llamar mi atención:

— Se han ido, pero yo sigo aquí. Sal al tapiz. Disfruta. Haz el amor, como siempre. Seguirán aplaudiéndote.

Salí al tapiz, intenté disfrutar, quise hacer el amor, como siempre; aplaudieron. Sin embargo, mis oídos notaban el descenso de los aplausos. Ellos también lo supieron. Ya no era igual. La magia que desprendía al arquearme y saltar y girar en el tapiz, con tanta seguridad, se convirtió en nubarrones de dudas y preguntas como «¿qué viene ahora?», «¿los pasos rítmicos?», «¿el riesgo de la paloma lanzando la pelota?»… Creo que ese fue el principio del fin.

Mi cuerpo se designó a sí mismo en rebeldía, y aunque yo quisiera (por activa y por pasiva y con voces distintas cada vez) ejercitarlo y trabajar, y concentrarme en esforzarme para llegar, al menos, a las diez primeras posiciones… Jamás lo volví a conseguir.

Era una señal. Fue su propia señal. La señal que mi propio cuerpo me enviaba, como un mensaje de SOS, comunicándome su decisión de retirarse de la competición. Yo no quise hacerle caso. Aguanté el

dolor unos años más… Era más llevadero, porque compartía mi carga individual con otros cuerpos; ya no era solo mi cuerpo el que trataba de destacar, un poco, ante el tapiz… éramos cinco cuerpos, coordinados, con el mismo objetivo.

La carga era más ligera, pero mi deseo no disminuyó. Amaba tanto el tapiz que me arriesgué otra vez. Mi cuello, simulando al cisne negro, me lo sugirió. Le hice caso.

— Vuelve. ¿Quién te lo impide? Satisface tu propio deseo. Acaríciale. Vuela. Sigue abriendo tus alas cuando saltes. Experimenta. Ejercita la memoria de tu cuerpo. Recuérdale lo que se siente al ser amante.

Le hice caso. Me entregué por completo al deseo de acariciarle. Abrí mis alas, y volé. Experimenté la satisfacción de no darme por vencida. Le recordé a mi cuerpo lo bonito que es ser fiel a uno mismo, lo bonito que es seguir al corazón, lo bonito que es ser su amante.

Hacer el amor ya no era maltratar mi cuerpo por una medalla más. Hacer el amor se convirtió en un mantra: «Te quiero. Lo siento. Perdóname. Gracias». Me decía estas cuatro frases cada minuto previo a la competición. Hacía el amor, seguía deseando, pero mi cuerpo era lo primero: la medalla dejó de ser importante (mi ego no lo encajó demasiado bien y se enfadó por la decisión que tomó mi valiente corazón).

Fueron años similares al sabor del algodón de azúcar: dulces, se deshicieron poco a poco en mi boca; dejaron mis labios acaramelados, pegajosos, con ganas de más.

Me decía a mí misma, y a mi cuerpo, que aún quedaba algodón en el palo… cuando, en realidad, ya se había acabado.

Mi cuerpo siempre ha sido mío. Poéticamente, solía expresar que el tapiz era mi dueño ya que, según la normativa, mi cuerpo debía tocar cada esquina del tapiz, además de la parte central, durante mi ejercicio; en cada esquina era capaz de sentir un orgasmo emocional al protagonizar mi propia historia de amor: un amor a primer tacto.

— Aún puedes sentir el orgasmo. Aún quedan emociones por conquistar. Aún queda la música: ella siempre te ha acompañado. Aún queda ese minuto de silencio previo que tu cerebro necesita para concentrarte. Aún queda el último baile, la última emoción: la más épica. Aún queda tu repicar de campanas en la Iglesia, y aún allí, a punto de decir «Sí, quiero», el deseo te seguirá.

No podía dejar de escuchar al cisne negro de mi cuello… No podía. Sentía la necesidad de seguir estando ahí. Estaba ahí: ahogada en mi propia necesidad de seguir. En este punto de nuestra relación,

lloraba cada vez más. Ya no era capaz de apreciar la reciprocidad entre mi cuerpo y su amante. Esa reciprocidad, esa armonía que lo mantenía todo en equilibrio, se desvaneció de la noche a la mañana… Sin previo aviso. Sin decir «adiós». Sin el último beso. Sin guardarme el último baile. Sin mostrarme la última emoción. Mi historia de amor nunca será una historia épica: quizá pueda ser una elegía, como las que se cantan al llorar a un ser querido.

Ese fue el final del principio. Mi historia de amor apenas duró unos años… Mi cuerpo, antes rebelándose, ahora se mantenía nostálgico porque no encontraba consuelo en su búsqueda de emociones épicas.

— ¿Quizá ya no me quiere? — me decía a mí misma.

Mi cuerpo y yo nos fuimos acostumbrando a su ausencia… No es que ya no estuviera. Mis responsabilidades no me permitían seguir yendo a su encuentro.

Crack.

Al escuchar ese extraño sonido como si algo se rompiera en mil pedazos, en mi interior, el miedo empezó a controlarme. Mi espalda, que ya dolía, tuvo que hacer frente a una lesión casi permanente…

— Es el fin — me decía a mí misma.

Busqué ayuda. Quería volver. Quería desear. Quería hacer el amor. Experimentar. Volar. Sentir mis orgasmos emocionales en cada esquina. Quería revivir mi historia de amor a primer tacto, otra vez.

Me ayudaron. Me salvaron. Casi volví.

A pocos días de poder sucumbir a mi propio deseo, la pandemia asoló mi mundo. Ya no era posible volver. Todo cerró sus puertas: el gimnasio, los colegios, las bibliotecas, incluso la calle… Muchísimos corazones dejaron de latir a la vez. Miles de vidas se vieron aisladas, solas, vacías… Sin vida.

El deseo seguía ahí, latente. Sin embargo yo no era capaz de verlo. Mi cuerpo dejó de sentir… los orgasmos, tanto físicos como emocionales, se convirtieron en un vago recuerdo en muy poco tiempo.

La primavera, la exaltación de la juventud, la estación de las flores y la lluvia, el momento del erotismo enamorado… tuvo que mantenerse en cuarentena. Distancia de seguridad. Mascarillas e imposibilidad de rozar otros labios que no sean los tuyos propios. Los amantes dejaron de ser amantes físicos para convertirse en amantes virtuales. Algunos se vieron obligados a dejar de llamarse «amantes» porque el propio amor que les unió en un principio desapareció.

Mi cuerpo seguía siendo mío. Estaba aislada. Estaba vacía. No tenía vida (más bien no era consciente de que yo seguía viva y debía luchar por salir del pozo en el que estaba metida). Aunque mi cuerpo seguía siendo mío, dejé de alimentarle de deseo. Dejé de acariciarme. Dejé de darme besos. Dejé de cuidarme. Dejé a mi propio cuerpo encerrado tras la puerta de la soledad.

No sé cómo. Pero el milagro vino a mí. Me salvó. Empecé a darme cuenta de la injusticia que había cometido contra mi cuerpo: le había abandonado. Me había abandonado a mí misma.

Hoy quiero darle las gracias al destino. Ojalá pudiera gritar su nombre en voz alta.

— ¿Qué sería la vida sin el secretismo de la poesía?

Volví a escuchar la voz de mi cuello de cisne negro, el cisne enamorado del deseo, de la pasión, de la aventura, del Romanticismo transformado en Modernismo bajo la pluma de Manuel Machado.

Mi cuerpo volvió a sentir el deseo de probarse a sí mismo. Mi espalda quiso arquearse de nuevo. Mis empeines luchaban solos por tocar otra vez el suelo. Mis brazos, por fin, vuelven a ser una prolongación de mi cuerpo ayudándome a alcanzar mi sueño.

Ya no hay tapiz, quizá ya no sea una historia de amor a primer tacto. Quizá, hoy, sea una historia de amor a secas: una historia de amor en la que mi cuerpo, mi corazón, mi cerebro, se aman a sí mismos y entre ellos.

Es mi historia de amor particular. Una historia que evoluciona con el tiempo, que va añadiendo capítulos a su argumento. Una historia que ya ha empezado a describir tu personaje. Una historia que ya ha empezado a hablar de ti… una historia transformada en secreto cuyos protagonistas son dos amantes de carne y hueso, sin tapiz, pero con almas gemelas.

— ¿Cómo llamamos a nuestra historia? — te pregunto al mismo tiempo que mi corazón viaja miles kilómetros solo para estar contigo.

— «Eternal love» — responde mi imaginación recordando el título de nuestra canción.

Mi cuerpo te desea. Mi corazón te espera. Mi cerebro te piensa.

Ahora es una historia de amor eterno, una historia en la que tú y yo nos encontramos cada noche, en sueños. Una historia llena de emociones épicas, de bailes infinitos, de nosotros.

GIMNASTA. AMANTE. ROCÍO.

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