Mi primer maratón

Mi primer maratón

Llevaba tiempo entrenando, con un grupo de amigos. Habíamos participado en varias carreras de 10 kilómetros y estábamos enfocados en mejorar nuestros tiempos. Yo tenía 43 años y desde niño he disfrutado del correr, pues eso me hace sentir libre. Fui parte del equipo de atletismo en mis años de universitario. En aquellos tiempos, competía en distancias medianas de pistas. La preparación es diferente para los trayectos cortos a los de largo aliento. Desde los treinta años, me dediqué a correr sólo por pasatiempo. Más tarde, me entusiasmé en participar en carreras de 5 y 10 km.

Era miembro de un club de atletismo. En una ocasión tuvimos la idea de registrarnos en una media maratón (21 km). Aunque nunca había cubierto esa distancia, me pareció que con entrenamiento lo podría lograr. Hasta ese entonces, consideraba que los maratones eran para locos o masoquistas. En el transcurso de la preparación nos emocionamos mucho. Incluso nos atrevimos a soñar con inscribirnos en el “maratón” (42 km con 195 m). Yo estaba escéptico y al final acepté inscribirme, pero mi meta seguía siendo cubrir los 21 km. Si me sentía con fuerzas después de cumplida la meta, recorrería como un extra hasta donde pudiera.

La distancia de la media maratón la habíamos empezado a cubrir con seis meses de anticipación. Durante la preparación alcanzamos el trayecto mínimo recomendado, en varias ocasiones y en distintas rutas. Una semana antes de la competencia, sentíamos que estábamos listos para cumplir con los 21 km. Esa se convertiría en mi primera experiencia oficial en esta distancia (El evento era “El Maratón de Caracas”).

A medida que se acercaba el día, crecía la expectativa de cómo nos iría. Había escuchado numerosos relatos de corredores experimentados. Uno de los hitos de los que más se mencionaba era la muralla de los 30 kilómetros. El comentario era que llegado a ese punto la ruta se convertía en un verdadero suplicio. De hecho, a los 30 km le llaman “La Pared”. Basándome en esto, decidí aumentar mi reto de 21 km hasta los 30 km. Les comenté a mis compañeros que mi meta era los 21 km. Si me sentía fuerte, llegaría hasta los 30 km. (eso representaba tres veces la distancia máxima que había cubierto en competencias). Del grupo de 4 amigos, sólo uno estaba determinado a cubrir los 42 km. Él ya los había recorrido en un par de ocasiones. O sea que, era un loco consumado.

Un día antes de la competencia fuimos a unas charlas en el Colegio de Ingenieros. Una doctora especializada en medicina deportiva advertía de los riesgos de un maratón. Hacía especial énfasis en los novatos. Recuerdo que se refería a los calambres, a las fallas respiratorias y al dolor.  En el dolor se extendió. Con marcada elocuencia decía: “Olvídense de ese dicho anglosajón de no pain no gain. Si usted siente dolor, deténgase. Tendrá otras oportunidades. Las consecuencias, de no hacerlo, pueden ser de lamentar. Ustedes no querrán terminar con sus carreras de manera abrupta. Peor aún, podrían poner en peligro sus vidas. «Yo, como médico, les digo con absoluta responsabilidad. No se expongan más allá de sus límites. Si el cuerpo envía alarmas, hay que prestarle atención”.

Otras charlas fueron más digeribles. Tenían que ver con el descanso. También abordaban la alimentación basada en carbohidratos. Además, resaltaban la importancia de estar relajados. Salí impactado por las palabras de la enérgica doctora, pero ya tenía mis planes definidos.

La competencia partía desde la estación del metro de Caricuao a las 6:00 a.m. y había que llegar una hora antes para el registro y el debido calentamiento.

Llegó el domingo 6 de febrero de 2001, todo listo en la Ciudad de Caracas para la edición Maratón XX. Me desperté a las 04:00 a.m. y comencé mi ritual tomando unos 300 mililitros de agua. Fui al baño. Es importante tener los intestinos limpios. La jornada es dura y no habría tiempo ni lugares adecuados para estos menesteres. Me unté vaselina en las entrepiernas, axilas y tetillas. Es que, en las grandes distancias, el roce de la ropa causa irritaciones y hasta sangramientos. Tomé un desayuno ligero con una taza de avena y un pan tostado con jamón y queso. Me llevé una cantimplora de yogurt líquido para el camino y una provisión de agua.

A las 4:30 a.m. salí de casa. Me monté en mi vehículo. Luego, me dirigí al lugar de encuentro con los miembros del club. Partimos en un minibús que rentamos para esa ocasión.

A las 5:00 a.m. llegamos a Caricuao, nos registramos y comenzamos la rutina de calentamiento y estiramiento muscular.

Justo a las 6:00 a.m. sonó el pitazo de salida. Desde este sitio comenzó esta inolvidable aventura. Este viaje cubrió 42 kilómetros con ciento noventa y cinco metros. Recorrimos Ruiz Pineda y gran parte de la autopista Caricuao. También visitamos Montalbán, Plaza la India y El Paraíso. Luego, pasamos por La Roca Tarpeya, Museo Villa Zoila y Los Próceres. También recorrimos Los Chaguaramos, Bello Monte y Chuao. Pasamos por el Hospital Domingo Luciani, Avenida Río de Janeiro, El Recreo y Plaza Venezuela. La llegada fue en la entrada del Paseo Colón.

Cuando pasamos la primera meta de los 21 kilómetros, me sentía bien. Tenía fuerza y ánimos de llegar hasta la barrera de los treinta kilómetros. Iba acompañado de un amigo quien me alentaba. Decía, al terminar esta jornada estaremos adoloridos pero satisfechos. Ya cumplimos nuestra meta de los 21 km. Ahora vamos por los 30 km. Esto se lo podremos contar a nuestros nietos. Habían transcurrido dos horas de carrera. A ese ritmo podría cubrir los 42 Km en unas 4 horas con quince minutos. Comenzó una llovizna que luego se transformó en un fuerte aguacero. La humedad es un enemigo para los corredores. Se pisan charcos. El impacto con el suelo se hace más irregular. La ropa se me secó encima. El roce de los pantaloncillos y de la franela me causaron irritación en las entrepiernas, las axilas y las tetillas. Estas comenzaron a sangrar. Para eso estábamos preparados. Me unté vaselina para mitigar las molestias.

A lo largo del trayecto, algunas personas nos ayudaban a reforzar el coraje, mientras otros se burlaban. Recuerdo cuando pasamos por Puente Hierro. Dos bromistas nos dijeron “mejor se rinden. Hace bastante rato que los punteros pasaron por aquí. Ahora es cuando a ustedes les queda camino”.

Faltando unos cuatro kilómetros para llegar al hito de los 30 Km, comencé a sentir el cansancio. Los dolores en las piernas y en los pies se incrementaban con cada pisada. Pasamos los 30 km y mi compañero de carrera me dijo “hasta aquí te acompaño” y aceleró el paso. En pocos minutos dejé de verlo. Pensé, por unos instantes, en retirarme; ya tenía la meta cumplida. Había escuchado tantos relatos de “La Pared” que me dije voy a ver hasta dónde más puedo llegar. Ahora no tenía más compañía que los otros solitarios corredores, con caras nada alentadoras.

Al llegar al kilómetro 36 estaba más consciente del dolor en cada paso. Si me acercaba a una acera evitaba subirla, pues el esfuerzo de escalar y luego bajar era terrible. Recordé las palabras de la doctora. Un día anterior, nos había insistido en retirarnos si aparecían los dolores. Entonces trataba de imaginarme, ¿cómo me sentiría al día siguiente si me rendía? Quizá nunca más me atrevería a realizar semejante faena. Contrarrestaba este pensamiento imaginando, ¿cómo voy a relatar esta experiencia, si logro cumplir el recorrido? De repente, recordé una conversación que tuve con un amigo. En una ocasión estaba muy angustiado. Él me dijo “eso que hoy te aflige, mañana al contarlo puede que te de risa”. Dije cierto y él me respondió “pues entonces ríete de una vez”.

Nada fácil, el dolor crecía cada vez que uno de mis pies golpeaba el suelo. Pensé que no podía dolerme todo, pues sólo estaba corriendo. Mientras seguía la marcha, exploré mi cuerpo con mi mente. Me percaté de que era un tormento desde el cuello hasta los dedos de los pies. Quizá usted, estimado lector, dirá que esto es masoquismo. Yo también lo pensaba antes de esta carrera. Sin embargo, me seguía moviendo.

Cuando llegué a los puentes gemelos de Bello Monte me parecieron una montaña. Casi que me detengo y sólo faltaban un poco más de dos kilómetros para la meta. Pensé en caminar un kilómetro y luego cruzar la meta trotando. Levanté la mirada hacia el horizonte. Reconocí a un amigo que estaba unos cien metros más adelante. Él estaba tratando de pasar del trote a la caminata. Cuando lo alcancé le propuse que camináramos unos quinientos metros y que luego retomáramos el trote para cerrar con valor. Eso hicimos, es difícil de explicar, pero no fue fácil hacer ese ajuste. Es como si no tuviera dominio sobre mis músculos y estos se movían por inercia. Caminamos unos cuatrocientos metros y él me comentó que su esposa e hijos debían estar en la Plaza Venezuela. Entonces le dije: «No vamos a permitir que ellos te vean arrastrando los pies. Así que sacamos fuerzas. Vamos a retomar la faena.» En efecto, a los pocos minutos distinguimos los gritos del público. También escuchamos las voces de los niños y de la esposa de mi amigo. Estábamos a unos cuatrocientos metros de la meta y no me pregunten cómo, pero aceleramos el paso.

Cruzamos la meta, nos colgaron las medallas y allí sí me detuve de manera brusca. Un corredor nos advirtió: “no se paren y respiren hondo”. Luego de un tiempo prudente me quité los zapatos y medias para dar descanso a mis pies. Noté que había perdido una uña. Me di cuenta de que estaba pegada en el calcetín.

Esperamos a que terminaran de llegar los compañeros faltantes. Fue emocionante ver que, aunque todos estábamos maltrechos, habíamos completado el recorrido.

Al subirnos al mini bus, parecíamos recién salidos de un hospital. Fue peor al bajarnos cuando llegamos al lugar donde teníamos nuestros vehículos.

Al llegar a mi casa me di una ducha y comí en la cama y enseguida me dio fiebre. Estuve exhausto, adolorido y descompensado por unos días, pero con una satisfacción increíble. Ya formaba parte del club de “Locos maratonistas”.

Tomado de mi libro “Despertares

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Cosme G. Rojas Díaz

@cosmerojas3

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