Hoy es lunes, pero me he levantado con cuerpo de domingo. Con mi ojo ciclópeo, he mirado con reproche al despertador, pero solo me ha devuelto indiferencia. Luego he recordado que siempre olvido poner la alarma, así soy. Me he aseado y me he tirado a la calle para no llegar tarde al trabajo. Ya en el ascensor, he abierto mi otro ojo para ver bien a una desconocida muy guapa que me ha sonreído, pero la cosa no ha ido a más. Miradas al suelo, vistazos al móvil, carraspeos, lo normal. En el portal he visto a dos vecinos que no conocía. Ellos me han dado unos buenos días protocolarios, como sin alma.
Ya en la calle, una persona ha saludado a un conocido: «¡Qué pasa Isma, qué bien vives, cabrón!, ¿al curro no?» El otro se ha revuelto: «¿Se está quedando conmigo? Me llamo Alberto y mi vida es una puta mierda porque llevo cuatro años en paro». «Pues ya lo siento, tío, pero es que eres clavao al Isma». «Anda y que te jodan». ¡Cómo está el patio! -pensé.
Aunque iba con prisa, me fijé en que habían cambiado la estatua, o mejor dicho la cabeza, del general Espartero, avecindado en la glorieta desde siempre. A este nuevo no lo conocía, será cosa de la memoria democrática esa.
Al enfilar la calle del Pez he visto venir de frente a alguien que me resultaba familiar pero no lograba recordar quién era. Me pasa a veces. En los segundos que faltaban para el cruce, he buscado frenéticamente alguna referencia o recuerdo. Nada. Ya más cerca, he notado que él, aunque dubitativo, se disponía a saludarme. Vaya marrón. «Hola tío, qué tal, ¿cómo va todo?», me dice con una sonrisa. «Bien, ¿y tú? Me alegro de verte». «Me he acordado mucho de ti». «Yo también, y de todos los demás, ¿seguís viéndoos?». «Sí mantenemos contacto, pero ya sabes… el trabajo, la familia». «Claro, por cierto, llego tarde al curro. Me ha gustado mucho verte». «A mí también, a ver si quedamos un día». «Claro, me encantará». Acabado al fin este duelo de tópicos, y tras unos pasos, vuelvo la cabeza y lo veo haciendo idéntico movimiento. Un tanto corrido, le hago un forzado saludo con la mano y sigo mi camino.
Al llegar a la oficina veo que han cambiado de conserje. Mejor, porque el Dioni era un borde de mucho cuidado. Pero este no es mejor. «¡Eh! ¿a dónde cree usted que va?». «Trabajo en esta empresa». «Pues yo no lo he visto nunca y estoy aquí desde que abrieron». «Yo sí que no te he visto nunca», respondo mosqueado y ya con un tuteo de autoridad. «¿Dónde está Jorge?». «El señor Ortiz no ha llegado todavía, puedes esperarle en ese sillón». «Y una mierda, tengo mucho trabajo atrasado y me voy a mi despacho ahora, ¿te enteras?», le grito ya cabreado de verdad. En ese momento entra un señor con traje. «¿Quiénes son ustedes? ¿A qué viene este escándalo?». El conserje se planta en jarras. «Otro “zumbao”, pero ¿qué pasa esta mañana?» «¡Cómo “zumbao”, soy el gerente de esta empresa y tú un intruso que has suplantado al Dioni, te vas enterar». «Eso le estaba diciendo yo» intervengo, sumiso. Aunque no conozco de nada al supuesto jefe, me da más confianza que el portero. «¿Y tú quién eres?», me pregunta con aprensión. «Yo soy Carlos Murcia, de contabilidad». «Ese Carlos es un pelagatos y tú no pareces mejor. Voy a llamar ahora mismo a la policía para que acabe con esta invasión». A todo esto, han entrado varias personas y se han dirigido como autómatas a sus mesas sin decir nada. No conocía a ninguna, ni ellas parecían conocernos a nosotros.
Agobiado por la situación salgo a la calle, a respirar algo de normalidad. Voy donde el Lucas, a ver si sabe algo de lo que está pasando. Entro directo al baño y un camarero nuevo me grita desde la barra. «¡Eh, oiga, que el aseo es solo para clientes!» Es increíble, todo parece estar al revés. Me abalanzo sobre el lavabo y me refresco con abundante agua, para despertar de esta pesadilla. Al levantar la mirada, veo a un extraño en el espejo, con la cara mojada. Voy a hablar y en ese momento le oigo decir: «perdone, ¿nos conocemos?».