María gritó con todas sus fuerzas, con todo su miedo…pero nadie acudió en su ayuda. Volvió a gritar aún más fuerte… pero nadie parecía oír sus gritos. Alargó la mano hacia el tirador, un poco más… pero el tirador parecía alejarse, todo parecía alejarse, incluso sus pocas esperanzas de poder escapar. Tenía que aceptarlo, no había nadie; solo estaban ella y el asesino de la novela, el mismo que perseguía a la protagonista justo donde había dejado de leer minutos antes. Por un instante se sintió sola, espantosamente sola frente a la muerte. Buscó desesperadamente a su alrededor. Nada. No había nadie más que ellos dos. Miró en su interior, buscó el valor que tanto necesitaba, aunque solo fuera para intentar huir. Nada. En su interior solo le quedaba el miedo, el mismo miedo a morir que sentía la protagonista de aquella novela que la tenía atrapada desde la primera página, desde la primera frase…
Por un instante, el miedo pareció darle una tregua. Quizá porque ya era demasiado tarde para escapar, demasiado tarde para todo; quizá porque estaba asumiendo su propia muerte, porque sabía que su vida ya no le pertenecía. Ahora todo dependía de él. María cerró los ojos, respiró profundamente, sintiendo el corazón golpeándole en el pecho. Por un instante pareció recuperar todo su valor, pero solo era un espejismo, un deseo, la última esperanza de aferrarse a la vida. Levantó la vista despacio, solo un poco, suficiente para mirar a los ojos de la muerte. Lo miró en la corta distancia, y supo que no estaba equivocada. Era él, el mismo hombre de pelo blanco y alborotado, ojos profundos y azules, y mirada inquietante; el mismo que estaba sentado en la biblioteca minutos antes; el mismo asesino en serie que perseguía a la protagonista en la última frase del penúltimo capítulo de la novela que estaba leyendo, la última parte de una trilogía de misterio, el último best-seller de su escritor favorito.
El pánico la invadió de nuevo; el terror se instaló en sus ojos para siempre. Por un instante se vio frente a aquella siniestra figura, pero solo fue un instante. Luego, todo sucedió de repente. María vio desaparecer el azul de aquellos ojos, y se asomó a un abismo sin retorno. Siempre ocurría igual. Todas sus víctimas experimentaban la misma sensación antes de morir, aquella terrible sensación de ver la muerte a través de los ojos de su asesino, de estar mirándose en la nada. El brillo del acero cortó la oscuridad que sus ojos eran incapaces de taladrar, y María hizo lo único que habían hecho todas su víctimas anteriores: gritar… gritar con todas sus fuerzas. María gritó aterrorizada, presa del pánico… pero su voz parecía sonar solo dentro de su cabeza, como si no pudiera hacerse oír. Volvió a gritar aún más fuerte, con toda la fuerza del terror a la muerte… pero sentía que nadie podía oírla, que solo ella oía sus gritos. María gritó por última vez… y entonces todo terminó como ella menos esperaba, de la única forma que podía terminar.
Se incorporó de repente, asustada, sudorosa, despertada por su propio grito. Se sentó en la cama empapada de sudor, todavía jadeante, aún presa del pánico. Encendió la luz y miró a su alrededor. Nada. Solo silencio. Todo estaba como siempre, solo su cama desordenada alteraba el orden inmaculado de su cuarto. Volvió a recorrer la habitación con los ojos, una vez más, intentando confirmar que solo había sido una pesadilla. Luego respiró aliviada. Todo seguía igual, solo aquel sueño había alterado momentáneamente el frágil equilibrio de su pequeño mundo. Recorrió de nuevo la habitación con la mirada. Todo estaba en orden. Las cortinas permanecían inmóviles, las puertas del armario cerradas, sus libros perfectamente ordenados en la estantería, el despertador con la alarma puesta en las 6:30, el móvil apagado… y el último best-seller de su escritor favorito, abierto sobre la mesita de noche. Sí, solo había sido una pesadilla, se dijo. Solo entonces, María se tranquilizó.
Miró el reloj despertador. Eran las 5:40. Demasiado temprano para levantarse; demasiado tarde para volver a conciliar el sueño. «Al menos cerraré los ojos un rato — pensó— de lo contrario, mañana me dolerán como si tuviera agujas machacadas bajo los párpados». María echó un vistazo a la portada del libro, apagó la luz y volvió a meterse entre las sábanas. «Mañana terminaré de leer la novela», se dijo, y cerró los ojos aunque ya no esperaba el sueño. Pero su tranquilidad resultó efímera, demasiado efímera… ¿Por qué estaba el libro abierto? Se incorporó de golpe en la cama, encendió la luz y cogió aquel libro que la había sumido en una pesadilla. ¡Qué raro! Ella siempre lo cerraba, con delicadeza, acariciando sus cubiertas, asegurándose de que el marcapáginas quedaba en la página correcta. Miró al final de la página y volvió a leer aquella frase: “Y aquellos pasos la siguieron en el silencio de la noche…” Se frotó los ojos. Voy a terminar la novela, ahora mismo, decidió. Se recostó sobre la almohada, pasó a la página siguiente y empezó a leer el último capítulo. Pero, apenas leyó la primera frase, su pesadilla comenzó de nuevo. «No puede ser», pensó. Pero, cuando aguzó el oído, supo que no se equivocaba. Pensó en salir corriendo… pero aquel tacón roto la desalentó. «No, no, no… —se dijo—, no puede ser verdad, no me puede estar ocurriendo esto. Pero aquellos pasos parecían sonar en el silencio, cada vez más cerca. Tap, tap, tap…
Paco Sánchez.