Cuando el pequeño pesquero se dirigía a la bocana del puerto para iniciar la faena, una luna triste, alobada presidía la noche oscura. El mar estaba tenso y metálico. Todo hacía prever una buena pesca. Los marineros, residuos de mil tormentas del mar y de la vida, se afanaban en preparar las artes de pesca.
Zoran provenía de la descompuesta Yugoslavia y tenía una honda cicatriz en la frente y otra en el alma. Mario, el patrón, español del sur, aunque callado y melancólico. El joven Youssef, norteafricano requemado y curtido en el contrabando a pequeña escala. Completaba la tripulación un ruso de origen incierto apodado Vladi. Montaban un pequeño barco de cerco a popa, muy adecuado para el tipo de pesca que esperaban.
Aquella noche estaban más nerviosos de lo habitual. Llevaban una semana sin pesca de interés y empezaban las primeras tensiones. Sobre las tres, con las artes desplegadas y las luces apagadas, el pitido de la radio sonó impertinente en la cabina. Al momento, Mario salió con una media sonrisa en la cara, lo que en él era signo de euforia. Ordenó recoger a toda prisa porque se había avistado un banco de peces con algunas piezas de interés a menos de diez millas náuticas.
Zarparon sin demora y sus caras reflejaban a un tiempo ansiedad y aprensión. Hicieron el corto trayecto en silencio, fumando o atentos a la superficie del mar. Cuando mandó el patrón pararon máquinas, desplegaron a toda prisa el cerco en semicírculo y avanzaron lentamente con las luces encendidas. Al cabo de dos horas recogieron el cerco e izaron las redes. A primera vista era una captura magnífica. Sus caras, ahora sí, lucían satisfechas y sus mentes convertían en dinero, en mucho dinero, el producto de su trabajo.
Desde el puente se oía la conversación por radio del patrón, entrecortada. «Sí, unos doscientos kilos y seis piezas grandes y tres…», «cambio…», «tres piezas grandes que aún se mueven…», «mantenemos vivas en bodega, ok…», «cambio…», «llegamos sobre las siete…», «preparad todo para el despiece…» «corto».
Mario salió cabizbajo de la cabina y se sentó con sus hombres tras dejar el rumbo establecido. Nadie hablaba. Zoran abrió el fuego:
– Es último viaje mío para esta cosa. No bueno. Quiero dejar ya.
– ¿Cuántas faenas, fríos, madrugones y soledades necesitarías para sacar lo que hemos sacado hoy? – respondió filosófico el patrón.
– Pero barco está hecho para sacar peces, no…
– Si no somos nosotros lo harán otros – le cortó Youssef con poca convicción.
– No pasa mal a nadie – exclamó el lacónico Vladi-. Mejor coge nosotros que comerse peces.
– Yo también tengo tres bocas de pececillos que alimentar- pareció excusarse el patrón-. Y estos peces de colores darán la vida a algunos peces gordos. ¡Vaya mierda de mundo! – sentenció al fin con amargura.
Youssef bajó a ver las piezas vivas y al regresar ya se avistaba el puerto. Comenzaron los preparativos del atraque mientras un sol naciente e incrédulo anunciaba que, pese a todo la vida, seguía.