Pepe
Cualquiera que subiera por la Rúa do Hórreo desde la estación de RENFE, siempre acababa parando ante el semáforo frente al Hotel Compostela, que te asombra tanto la cabeza como la espalda. A la izquierda, la tumba del edificio Castromil, presente como la sombra de Rosalía, en la que hoy es Plaza de Galicia hollada en sus tripas por un aparcamiento. Y al frente, al otro lado de la calle, las ventanas verde y madera del Derby. De siempre, albergando silencio perfumado de chocolate y café.
No me atrevía a entrar allí porque -temía- sería un sitio caro. Y mi aleccionado bolsillo sufría por mí en mi totalidad, salvo mis ojos, que siempre entraban. Siempre. Y establecí una distancia temerosa que se convirtió en permanente, como la peor de las discriminaciones, la peor y más insalvable de las esclavitudes -como la que padecía al pasar por delante del Gijón de Madrid- que es esa esclavitud, esa discriminación que uno mismo decreta para sí mismo. Un pecado imperdonable. Pero mis ojos entraban. Siempre. Cada vez que volvía, ya fuera lunes o domingo, el regreso a Compostela –o su inverso equivalente hacia mi pueblo– obligaba al rito: esperar al verde para cruzar. A veces, dos turnos, mirando con la nariz pegada al cristal.
Con los meses ya dándome aire de veterano, al pie del paso de peatones, la mirada se hacía más amplia, abarcaba entonces a alguien más: a Pepe, el camarero tuerto del Café Bar Pereira, estaba a unos veinte pasos de allí si se va a la Alameda. Ahí me tomé el café. Fue el primer refugio de mi primer café a solas en Compostela, y al que seguirían cientos -quizá miles- de ellos.
Décadas después, parado ante el semáforo, pensaba en que ir al Derby aquella tarde era casi una traición: aunque Pepe todavía no me lo había contado, yo ya sospechaba de antes que en su corazoncito reinaba un anhelo de Derby. El único ojo que le quedaba, me descubrió después, hacía chiribitas escondido tras aquellas RayBan clásicas y grandes.
A Pepe le gustaba el sitio. Muchos cafés después, Pepe me contó. Por la estación de autobuses decía, aunque la estación de autobuses Castromil ya hubiera sido borrada de la realidad cinco años antes, en un acto de crimen urbanístico. Para él seguía allí enfrente, y me enseñaba la foto colgada a su espalda. Como también le gustaba hablar, a mí me entretenía. Él era capaz de añadir al café un elegante minuto de conversación ajustada y respetuosa. Muy sensible a las arrugas de tu entrecejo según cada día o prorrumpiendo en una cascada verbal espectacular.
A Pepe le había tocado nacer en Muros. Y a los de Muros les tocaba navegar. Ya fuera en la pesca o en la mercante. Cuando se enteró de que lo mandaban al Sáhara a pasear el Cetme oficial durante dieciocho meses, ya supo que alejarlo de la mar no le iba a traer nada bueno. Y se marchó sabiendo que jamás nada volvería a ser igual que antes.
Las únicas cartas que escribió en su vida se las remitió a Berta, su novia de Louro, a una legua según se va a Carnota. Luego Berta dejó de escribirle cuando se fue a estudiar a Santiago. Así que a Pepe se le trastocaron lo planes del todo. Tanto que un día se le rebotó a un sargento casposo y faltón –ya saben– el tipo chisquero, encendiendo al prójimo contra viento y marea. En la pelea, a puño cerrado y golpe abierto, el ojo derecho de Pepe se reventó como un globo.
Vuelto a Muros, seis meses antes de lo previsto y sin un ojo que nadie echó de menos al pasar lista, salvo Pepe, le indicaron que marchara a casa para hacer de ciudadano libre. Pero Muros no lo quería si no podía pescar o navegar. Suiza, Alemania o Inglaterra se le habrían negado con su hoja de servicios tachada por la pelea y ahora, también, con un ojo de menos. Así que, como última opción a su tuerta perspectiva, se fue a Compostela a hacer lo que la gente llevaba diez siglos haciendo: buscar la vida. Supo que Berta había encontrado otra cosa, otra manera de olvidarlo, de hacer encaje de bolillos con el mundo. Sentado junto a la ventana de la esquina del Derby, el único ojo le mostraba en exclusiva el gran cartel del edificio Castromil, y los hermosos autobuses azul metalizado, como el mar de Muros.
Pasaba los días sentado a la misma mesa de la esquina del Derby hasta que se le acabó el dinero. Hizo un intento de ofrecerse, pero en la noble esquina del café, aquel donde se habían sentado Valle Inclán y Torrente Ballester, andaban bien ya de personal.
Por fin supo –un conocido de ambos– que ella se había muda-do a Roxos, un pueblo a pocos kilómetros, pues era más barato que vivir en Compostela y que ella venía a diario.
Un día de octubre, le llegó un dinero que el ministerio le reconocía por la pérdida. Con ello se compró una montura de oro para las RayBan en la óptica de Bescansa y se animó a alquilar un local para poner un café-bar, frente a la estación de los autobuses Castromil. Porque pasaba mucha gente por allí; porque había mucho trasiego y, a lo mejor, un día –quién sabía– se topaba con Berta para poner orden en sus cosas, verbalmente.
La última vez que fui a Compostela, unos cuarenta años desde eso, me senté en un banco de la plaza de Galicia a mirar lo que fuera que había ahora en el local del Pereira, ya ausente. Calculé que Pepe tendría entonces ya unos ochenta, quizá alguno más. Si es que los había cumplido, claro. Y me imaginé su ojo ausente, mirando a la ausente estación de autobuses Castromil, en busca de la mujer, también ausente. Y traté de ponerme en la piel de Pepe, allí a unos metros del Derby, sin jamás perder la sonrisa ni la elegancia, a pesar de tanta ausencia, de tanta tachadura en la lista de certezas, detrás de sus RayBan de oro.