Uxía tuvo la infancia más maravillosa que ningún niño podría tener. Con tres mujeres y un hombre cuidando de ella a cada paso, sin grandes lujos, sin más objetos que aquellos que otorgaba Gaia, la madre naturaleza. El corazón se mantenía palpitante e inocente ante la luz que rodeaba a la vida, sus ojos se abrían intentando abarcarlo todo, aspirar aromas, sentir la pulsión de cada árbol, riachuelo o piedra. La alegría de gotitas de sol sobre musgos y líquenes, el arrullo del mar, el aire transparente y amoroso de las mañanas frías del norte.
Uxía creció en un mundo donde todo formaba parte de todo y nadie lastimaba la libertad. De hecho, ella era libre y no lo sabía.