Las palabras fluían de su boca con rabia; casi la misma que usaba para golpearme con su cinturón. Aquel engendro, me hacía mirar a través del espejo como agitaba con fuerza aquel objeto hecho por el demonio para marcarme la espalda a latigazos; yo entrecerraba los ojos aguantando aquellas embestidas que parecían nunca acabar. Inocente, me encerraba en el armario para que cuando llegase no me viese. Lo importante era pasar desapercibido, ser invisible. La realidad… pocas veces funcionaba. Me prometí que nunca nadie debería de sufrir como yo lo hice con mi padre.
–¡Te odio! –escuché.
Desperté con mi correa en la mano. Mi hijo estaba llorando frente al espejo en un rincón de su cuarto. Cuán efímero fue mi sueño. El engendro no era más que mi reflejo.