El azul era su color favorito. Pero no para aquella habitación. Esa la pintaría de amarillo con resplandores dorados. Sí. Era muy especial para ella, y los tonos brillantes le irían bien.
Desde que murieron sus padres (técnicamente nunca los llegó a conocer), ese lugar le daba consuelo y le reconfortaba pasar horas y horas consigo misma y sus distracciones. Primero fueron sus muñecas de trapo, que tan amablemente sus parientes le iban llevando desde el momento en que vio la luz. Pronto empezó a jugar con aquellas casitas de madera que emulaban la vida hogareña de la adultez. En seguida quedó atraída por aquellos libros de colores llamativos y letras grandes que en muy poco tiempo empezó a leer. Y es que, Mila era una de las más aventajadas de la clase que, junto con las largas horas de soledad llenadas por sus ensoñaciones y fantasías en su favorita habitación amarilla, le daban a su cerebro esa agilidad pertinente que tiene el que ve el mundo con ojos de sabiduría. Esos maravillosos segundos, minutos, horas, días y años bien gastados en su rincón favorito, no se los quitaría nadie.
Con sus amigas nunca compartió aquella habitación. Sí que sabían de su existencia y de los fecundos juegos que, allí, Mila ocultaba. Hablaban de ello, sí, y esas amigas quedaban absortas por tanta grandeza y profundidad creada desde la atalaya de la contemplación. Aunque sí es verdad que, entre envidia y admiración, alguna vez las amigas le habían insinuado husmear en su interior, aunque lo cierto es que nunca se atrevieron a pasar realmente adentro. Tampoco Mila iba a estar dispuesta a revelarles la autenticidad de la misma. Y eso, la hacía aún más irresistible.
Pronto, por su vida se vinieron a cruzar, primero Jaime, luego Claudio, incluso más tarde Emilio y Miguel. Ni siquiera Gerardo, el verdadero amor de su vida, llegó a poner un solo pie en su preciada habitación amarilla. Les quiso mucho. Les dio mucho. Pero no tanto como para dejarles pasar allí. Allí no. Aquel era su lugar: era ella, era la adoración a sus padres, lo sagrado de sí, el sentido de su vida, el sendero por el que conducirse con destino a la madurez. Haberles dejado entrar hubiera sido como dejarse violar, una profanación sin más. Para ellos construyó otra habitación, contigua a su rincón, en la que pasarían horas y horas en el descubrimiento de nuevas dimensiones y ensoñaciones de amores por venir. Y entraban, vaya si entraban. Y salían, a veces tan rápido como venían, esos jovenzuelos que descentraban a Mila y la hacían olvidar de sus inocentes juegos de antaño en el que ella dejó, ahora, de llamar “hogar”.
¡A todo se acostumbra uno! Y también Mila, a vivir fuera de su habitación favorita, se acostumbró. Largas conversaciones, y a veces vacías, con las vecinas y vecinos insolentes, sobre el devenir de la vida, hicieron que Mila construyese más habitaciones para no mezclar. Siempre le gustó el seis. Seis fue el número de paredes con las que construía cada una de ellas. Y seis era justo la mitad de las habitaciones que aún le quedaban por construir para su compleja y aventurada existencia.
Para trabajar dedicó otra habitación. Ésta estaba llena de estanterías y clasificadores, pues eran tantos los palillos que tocaba a lo largo del día, que todo debía estar bastante bien organizado. Siempre fue Mila muy organizada y trabajadora. Su buen hacer la hizo ganar buena fama en la empresa y las reuniones en su habitación para el trabajo fueron exitosas. Sus colegas solo conocerían aquella habitación y, aunque a algún mozuelo dejó entrever alguna otra estancia de su casa, nunca dejó entrar a nadie a su oculto rincón. Tanto, que ni ella entró por mucho tiempo. Y así pasó, que hasta ella misma se olvidó.
¡Oh, Dios! ¿Por dónde se iba a la habitación amarilla? Mila se había olvidado de ella. ¡Horror! ¿Qué hacer? ¿Cómo encontrarla? Se olvidó del camino que llevaba a su rincón favorito. Muchas veces intentó reconstruirlo con elementos que recordaba de cuando era niña: muñecas de trapo, casas para juguetes, libros ilustrados… Mila, horrorizada al mismo nivel que perdida, intentó reconstruir lo que un día fue su más sí misma: cuando la grandiosidad de su vida se encerraba en la simpleza de una habitación. Pero ya no fue igual. Cuando ahora jugaba a jugar, se miraba a sí misma desde fuera y se hacía consciente de que estaba enredando, como interpretando. No había aprendido a crecer jugando ni había aprendido a jugar creciendo.
No solo ella lo sabía. Pero a su alrededor, no todos eran conscientes tampoco: la única forma de volver a brillar con luz propia e irradiar su más poderosa fuerza iba a ser volviendo a su autenticidad. Y como en todas las historias felices, también en esta, el cómo de ese volver a su rincón, ahora abandonado, vendría de manos de alguien con nombre de amigo. Pascual se llamaba él. Lógicamente, compañero de camino. Pero más lógico, si cabe, que nunca había olvidado dónde su habitación favorita estuvo. Dulce como la miel. Firme como esa piedra angular desde la que empezar a construir. Y fiel. Eso sí, fiel como el que, incluso siendo negado o traicionado, nunca le importó volver a levantarse y tender su mano para juntos, como de flor en flor, ir investigando cada posible ruta que llegase al descubrimiento de una solución.
Mila ahora respiraba en paz, satisfecha por haber vuelto a encontrar su hogar. Cansada, aquel día, se despidió de Pascual «hasta mañana», y se marchó a descansar después de una larga jornada. Cuando abrió la puerta del baño, y se miró en el espejo para lavarse la cara, se descubrió a sí misma con sus antenas volviendo a brillar como acostumbraban. Y es que la felicidad de las abejas se refleja en lo resplandeciente de sus antenas, y las de Mila, como buena alumna aventajada, no iban a ser menos.