Era una de esas apacibles noches de finales de verano, cuando los calores del mediodía agotados sus ímpetus le daban paso a las tímidas brisas que aguardaban pacientes, la llegada de los atardeceres que les permitirían refrescar las calimas acentuadas por los sirocos africanos.
Esa noche, como tantas otras, yo caminaba cuidadoso, desmenuzando mis pasos en interminables instantes casi eternos, para atrapar la inmensa paz que sentía arropado por la corriente que divide mi ciudad.
El río, hacía gala de su tersura de azabache, que reflejaba las guirnaldas de plata, que lucía el cielo engalanado con los aquietados reflejos de sus infinitas estrellas.
La luna, amplia y magnífica, era la brillante soberana de la madrugada… Ante tal espectáculo me detuve presa de una mística devoción y me senté en uno de los bancos cuajado de arabescos frente al río, y su luna reflejada…
Un hombre delgado, de barba e hirsuto pelo negro, con voz rasgada, dibujaba en el aire un estribillo por soleá:
—Muere que muere por ti
—Muere por tus ojos pardos
—Por tenerte entre sus brazos
—Muere que muere…
—Mora por ti.
El errante trovador, atravesándome con una mirada lejana, dijo:
—Hoy es la madrugada de romance; hoy se detiene la noche… la del romance de luna.
Traspasado por una hipnótica urgencia, observé la solitaria oscuridad que me señalaba el hombre con sus ojos cargados de milenios…
La madrugada se volvió eterna… Fui testigo del mágico amorío de la bella niña reina mora que hirió a su enamorado amante con las púas de espinos de sus celos de la luna; presencié la compasión de la luna de plata tomar entre sus brazos al amante rechazado por la niña de ojos negros, y vi a la morena reina mora arrepentida… abandonarse a los consuelos de las aguas del río que divide mi ciudad.
Yo, maravillado y agradecido, me perdí por la madrugada de Triana, musitando el sonsonete de la soleá, del romance de la luna y el río.