Hoy, trece de marzo, hemos salido de casa, en busca de un anunciado destino.
La madrugada se muestra húmeda, derrama sus líquidos cortinajes, dibuja sobre el gris pavimento de robusto empedrado, filigranas perladas, que danzan y serpentean con ritmo pausado.
Los amarillentos reflejos del alumbrado trasnochado me susurran imágenes que no volverán.
Yo, camino en silencio, sin eludir el envite de la lluvia, enfrento la humedad en un reto simbólico cargado de desprecio.
Amanda, camina a mi izquierda con su eterno aire vibrante, ella y yo marchamos en silencio por la deshabitada avenida, empeñados en hallar un taxi que nos deje a las puertas del hospital, donde se decidirá el íntimo veredicto.
Yo, deseo cambiar las secuencias que ambos interpretamos; invoco a las míticas deidades
a que me ofrezcan otros argumentos.
Solo existe la lluvia, la vacía avenida amarillenta, la tensa caricia de Amanda, y la precoz alborada que no llega.