Le diría a mis demonios que la verdad duele cuando vivimos con los pies en la fantasía. Que me castigo por soñar con los ojos abiertos y que la realidad a veces se me atraviesa en dimensiones perpendiculares que aún no puedo alcanzar.
Le diría a mis partes aliadas, que la complicidad con una misma es un arma de doble filo, porque protagonizar mis deseos implica saber nadar bien en las entrañas y la mayoría de las veces, me corto con el borde de mis propios arrecifes.
Le gritaría a mis raíces por obligarme a ser árbol que lucha por crecer en otras fronteras de tierras que no le ayudan a crecer y que con el tiempo se autodestruye para no tener que sobrevivir y hacer frente a la sequía de sentimientos escasos de empatía, tolerancia y humanidad, que son los pasos básicos para la madurez de las ramas de una sociedad sana.
Me peleo y reconcilio cada día con mis propios versos, me bajo en las estaciones vacías y me subo a los próximos trenes de objetivos y viajes interminables, sólo para garantizarme un camino y una vida que contar.
Me quiero sin querer y me exijo sin miramientos y eso me hace llover constantemente para regarme así los pasos.
Juego con lo que un día fui y lo llamo superación, lloro con lo que un día seré y lo nombro premonición, danzo con lo que ahora mismo soy y lo llamo existencia.
Porque el duelo es eso ¿no?
Un adiós y otro último baile.