Me gusta decir que todo libro debería llevar un prospecto de recomendaciones de uso, como cualquier antibiótico o como un electrodoméstico. El de este libro prescribiría leerlo en voz alta. Si en general cualquier poema debería leerse así, en el soneto, por su especial eufonía y posibilidades rítmicas, al hacerlo sonar se produce una transustanciación eucarística que le hace adquirir una consistencia casi corpórea, material, en la boca. Le parecerá entonces como cuando hace la cata de un vino, que tiene personalidad, que es fresco y afrutado. O recio y poderoso. Le encontrará notas de madera, de frutos del bosque, de vainilla. Alguno tendrá un exceso de taninos. Los habrá ácidos al paladar o aterciopelados en el retrogusto. También alguno simplemente peleón. Y desde luego, hablando de sonetos, como de vinos, redondo en boca. Redondo, el mayor halago, el adjetivo que se le cae a uno de la boca ante un gran soneto.